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El doncel – Andrés Trapiello

Ardoroso el verano, las encinas,
los dorados centenos.
La campana mayor está sonando
a media tarde. Chillan en el cielo
medievales cornejas
y acuden uno a uno los canónigos,
vestidos de paisano. Huele a cera
en las naves del templo y hace frío
entre las viejas piedras.

Melancólico estás sobre la tumba,
doncel, como doncella.
No muerta, no dormida,
sino contigo misma, ausente, amada
en el secreto amor, correspondida.
Leer, soñar, dejar que el tiempo pase
y el pensamiento corra igual que el agua.
Esa es la eternidad. Vivir no estando vivo.
Morir no estando muerto y escuchar
a lo lejos, como temblor del tiempo,
sonajas de los álamos sombríos
y un arroyo entre juncos.

España – Andrés Trapiello

Más que una piel de toro, una sotana.
Eso es verdad. Pero con todo era
para mí aquella patria una bandera
de vida pueblerina y virgiliana.

¿y ahora? Un mapa sólo de colores
que igual que unas cenizas llevó el viento
a ciudades vulgares de cemento
y a este paisaje de marchitas flores.

No más que la memoria de una guerra
que a mi padre dejaba pensativo,
y aquella copla en el recuerdo incierto

que yo oía en la radio. Es de esta tierra: 
«Sólo para olvidarte sigo vivo,
sólo de recordarte no me he muerto.»

En las lluviosas tardes de noviembre – Andrés Trapiello

En las lluviosas tardes de noviembre
de pesadumbre llenas,
con un libro de románticas rimas
que habla de hojas secas
me siento a ver el fuego
junto a la chimenea.
En esas cortas tardes otoñales,
poca la luz de perla
en el salón, a solas, sin testigo,
las cosas se sombrean
con azulado tedio
de indecible esencia.
¡Veladas de borroso calendario
y avara somnolencia,
de vacíos laureles y jardines,
agrias tardes eternas
que tienen del olvido
la misteriosa rueca! 

Unos soportales – Andrés Trapiello

Mi vida son ciudades sombrías, de otro tiempo.
Como se acerca una caracola
para escuchar el mar, así por ellas
vago yo muchas tardes. Ya no tienen farolas
con esa luz revuelta ni tampoco los coches
antiguos de caballos. Todavía conservan
sus negros soportales donde se huele a gato
y donde aún se abren misteriosos comercios
iluminados siempre con penumbra de velas.
Son ciudades levíticas, sin porvenir y tristes,
con cien zapaterías y tiendas de lenceros
cada cincuenta metros. Todas tienen conventos
con los muros muy altos donde crecen las hierbas,
jaramagos y cosas así. No son modernas,
pero querrían serlo. Yo las recorro solo,
e igual que suenan olas en una caracola,
así mis emociones me parecen eternas.

A una gota de rocío – Andrés Trapiello

Van forjando al rocío fondo y forma
en la secreta fragua,
cuando nadie lo ve, para después
dejarlo igual que un vaso en la alacena
de la naturaleza inabarcable,
agua de pozo limpia y sed al mismo tiempo.
Y cómo estos principios se combinan
para pulir, tal piedra de diamante,
el silencio y la rosa
de donde nace al fin, como del poro
de la noche agitada van naciendo
nuestros sueños más íntimos,
esa pequeña gota
destilada en el tallo de cualquier loca avena.
Luego el sueño también le vence a ella,
y se evapora, devolviéndole al mundo
su perfume de rosa y su silencio,
y no deja más rastro
que en nosotros la vida, si morimos.
Y por ello, si fuera dios yo un día,
no cogería arcilla de la tierra
ni ninguna otra cosa,
sino a ti, mi pequeña Galatea
que en la avena te meces dulcemente,
y ordenaría al punto: Hágase el hombre
de esta lágrima pura,
y así quizá pudiera ser el hombre,
pleno en su instante único
entre tan bellas nadas,
más duradero sueño, una leyenda.

La carta – Andrés Trapiello

He encontrado la casa
donde te llevaré a vivir. Es grande,
como las casas viejas. Tiene altos
los techos y en el suelo,
de tarima de enebro, duerme siempre
un rumor de hojas secas
que los pasos avivan. A los ocres
de las paredes nada ya parece
retenerles aquí. Igual que frágiles
pétalos, largo tiempo olvidados
en un libro, amarillean todos.
Entre rejas, trenzado,
un rosal sin podar.
En el jardín pequeño, una fuente
y un fauno. Y me dicen
que también unos mirlos.
Cuando en los meses fríos de otoño,
al escuchar sus silbos
cobren vida tus ojos, en el verde
del agua miraré contigo
cómo mueren los días.
Cómo se vuelve polvo en los muebles
oscuros tu silencio
que azotará la lluvia
allí donde te encuentres.

Una ventana al mundo – Andrés Trapiello

Para mi hotel de noche un cielo sube
del estuario lentaniente. Arde
un tremedal de estrellas y esta plaza
solitaria se queda y en silencio.
Sin las luces insomnes del tranvía,
sin su fruto amarillo y sin su estruendo
se adormecen las empinadas calles,
se vacían de niños, y las tiendas
y las botillerías van cerrando.
Es suave la colina y son los verdes
una quinta arruinada, unas palmeras,
un aire colonial triste y seguro,
testigos de que el Tajo llega al mar
y al puerto negros buques con bombillas.
¡Es ronca su sirena como el humo!
¡Hermosos animales de la noche,
funerales carrozas por el agua!
Viejas ciudades donde siempre hay gente
asomada al balcón y en las ventanas.
Si yo pudiera estar en esa altura,
miraría en silencio y duraría siempre:
todo el azul, el río y la memoria.
Baja esta calle allí donde no llego
a ver, mi hotel, final donde me miro
y otro por mí deja mi nombre en un
nombre de otra ciudad y de otro río.

Quién tuviera todavía… – Andrés Trapiello

Quién tuviera todavía
aquella suave elegancia
de rimar Francia y fragancia
como Lamartine hacía.

Quién tuviera todavía
en el cristal de los ojos
un bergantín viajero
con el amor verdadero
de los crepúsculos rojos.

La vieja melancolía
de cerrados caserones
junto a abandonados huertos
y de los sonidos muertos
que tienen los esquilones
la muerta melancolía.

Quién pudiera todavía
vagar como los vilanos
en deriva silenciosa
hasta la fosa
y si estuviera en mis manos,
quién pudiera todavía
morir de melancolía.