Vuelve a soñar
que en tus pies
te caben mis zapatos.
No le temas al tiempo
que has pasado
sin rozarte con mi sombra.
Tu cárcel de palabras
no me importa,
mis zapatos
están llenos de ti,
me perteneces cada vez que camino
por tu memoria suicida
de amante condenado
al desamor perpetuo.
Vuelve a soñar
que soy yo la que te mira
en el espejo del baño,
y tu abrazo me hace ser
idéntica a ti.
No le temas al tiempo
que dejaste pasar
cada vez que mis labios
evocaban tu rastro
de pequeño secreto
guardado en un reloj
con forma de juguete.
Vuelve a soñar
que nos cruzamos
en un desierto lleno
de lagartijas y aguacates,
y las mañanitas se transforman
en nuestro último baile.
Vuelve a soñarme ahora
que ya eres viejo
y me atrevo a buscarte
sin pedirte permiso
porque fuiste mi cuerpo
ya mi también me duelen tus cadenas.
Archivo de la categoría: Premio Adonáis
El espejo ovalado – María Elvira Lacaci
Un espejo ovalado.
Un radiador pequeño de calefacción.
Mis manos calentándose.
Mis ojos
se clavaron en él.
Un rostro, que no reconocí,
me miraba
paralíticamente avejentado.
Afloraba
a los oscuros ojos de aquel rostro
un profundo dolor
que venía de adentro. Que era oscuro y tenaz.
Cristalizó.
Y, en forma de agua amarga,
resbaló
hasta la piel de mis zapatos húmedos.
Un caos
de innumerables dardos afilados
castigó mis sentidos.
Con las manos abiertas golpeé la pared
de ambos lados del espejo ovalado.
¡Dios es bueno!
Me asusté de mi grito.
Los dueños de la casa al otro lado...
Acerqué mis oídos al tabique azotado.
La radio transmitía un estridente mambo.
Respiré sosegada. Me arrojé sobre el lecho.
Y miré largo rato
los fantasmas
que la humedad
había dibujado sobre las paredes.
Elegía a la belleza exterior – Eugenio de Nora
Quiero cantarte hoy, amor mío,
con voz de cielo bajo el agua.
Tú me estás arrancando con la vida
esta canción, ay, ésta, la más tierna y amarga.
Tú me estás enseñando con la y ida
un paraíso de rosas y manzanas;
por tu mirada niña y tu voz sola
la primavera más antigua canta.
Aquí me tienes queriéndote tanto,
llorándote como una flor sin alas,
porque te vi, y ya no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba.
¡Yo te busqué! Pedí al mundo y al sueño
una forma que me expresara,
y anhelé, sobre todas las cosas,
conocer la verdad de mi alma.
¿No existe nada, amor, que nos exprese?
¿Tu eres también también desesperanza?
Aquí estoy otra vez sin respuesta
mientras todo es tránsito y sueño y distancia.
Pero ya no podré quejarme
aunque me cieguen la mirada.
He visto en ti lo deseado
bajo la luz de la esperanza.
Ya te miré. No sólo el cielo
de lejanía inviolada,
el misterioso país de las formas
que enseñan ensueño y distancia.
No sólo ángeles y diosas
en la niebla azul de la fábula.
¡Sino también lo bello aquí,
la tierra hermosa y su abundancia!
Cada vez que la vida agita
como una brisa la pradera mágica,
miro pasar la belleza sangrando
música y besos y palabras;
entonces, amor mío, llega
la primavera casi extenuada,
y hace nidos en tus cabellos
para mis palomas y palmas;
entonces, amor mío, entonces,
todo en el mundo se prepara
para cobijarse en tus ojos
como un anillo en el fondo del agua
y surgen vivas en tu boca
todas las flores que esperaban.
¡Oh, noche de mi corazón
llena de pájaros que cantan!
¿Quién no querrá llorar de fuego
amordazado por mil guitarras?
¡Amor! ¿Quién no te verá entonces
durmiendo en brazos de la nada?
Cuando dos horas de flor joven
van a juntarse o se separan,
cuando la última pared se rompe,
nos asomamos otra vez al alma.
Hemos llegado ya a la cima,
desdoloridos y sin ansia.
Pero esperamos descanso y respuesta
y vemos sólo otra vez distancia.
Aquí me tienes aún mirándote,
soñándote con la nostalgia
de no haberte visto en la vida.
Aquí tienes mi herida esperanza.
¡Ese soy, sobre nuestra muerte!
¡Roto en la luz de tu mirada!
¡Llorando, soñando por ver
a través de tu forma mi alma!
Voy a sentarme junto al río,
y miraré pasar el agua.
Te vi. Ay, de mí. No diré
que no encontré lo que buscaba.
Compañera de celda – Ana Merino
No me obligues a vivir
como si cada instante
fuese la tarea acumulada
que dejamos para el último minuto.
Si quieres ser mi cuerpo
no me robes la calma
ni la penumbra de la tarde
que nace tras la bruma
de un bosque encantado.
He huido tantas veces de ti,
pero siempre estás a mi lado.
Tus rodillas y mi forma de llorar,
tus manos y mi sudor,
tus ojos y mi mirada.
No me obligues a vivir
pensando que no tienes ganas
de hacerte vieja conmigo,
que existo en ti por inercia,
que no te importa que me duela
saberte tan frágil.
He tratado de ignorarte,
de evitar la sensación
de tus dedos
cuando sienten la extrañeza
de unos síntomas grises.
Mi angustia
como un aliento fantasma
se aferra al sueño de la vida
y aprende a sonreír
con tu boca a los médicos.
Si quieres ser mi cuerpo
déjame adormecerme en tus párpados,
soñar que somos una sola,
y tú no me traicionas
en la mesa de un quirófano,
que vas a despertarte conmigo
de la misma pesadilla,
que vas a sentirme
más viva que nunca en tu garganta.
No me obligues a madurar
aprendiendo a leer
el mapa de cicatrices de tu cuerpo,
no quiero reconocer otra herida
ni que confundas
el desamor con las enfermedades
y sus nudos de fiebre.
Que no pague tu cuerpo mis pecados
en el naufragio azul de los océanos,
que la distancia sea
un reloj de metal y una tarde de nieve
donde la vida quiera
aprender a besarme en tus labios.
La pajarita de papel – María Elvira Lacaci
Con el trozo de un diario,
una leve pajarita
hice hoy. Voló bajita.
¡Planeó sobre mi armario!
Luego la cogí. Sus alas
letras tenían, oscuras.
Hablaban de sendas duras.
y de silbidos de balas.
De soldados, de aviones.
Pajarita, ¿por qué hay guerra?
¡Tan bonita está la tierra
sin herirla los cañones!
Entre trigo y amapolas
—en los surcos— juego al tren.
Si el viento sopla hay vaivén
¡de mar verde y blancas olas!
Ruidos – Miguel Ángel Velasco
EL tic-tac del reloj como un insecto
que maquina la ruina de las vigas,
araña que edifica
su minuciosa red en mis oídos.
Los yambos y troqueos que fabrica
el oído acorralado.
El dáctilo metálico en el tímpano.
Los ruidos de las tripas
del gato que se extingue lentamente
en la silla de al lado.
Los ruidos de las mías
con su oscuro gruñido indiferente
de vieja cañería.
Maullidos de otros gatos enzarzados
en reyerta de espinas.
El maullido del viento;
su arañazo de esparto entre los pinos.
El mismo viento como un mar de lija.
Crepitar de rescoldos.
El crujido de un hueso en la mandíbula.
El motor de tu coche que se acerca.
El ruido de la verja. La puerta del garaje.
Tus pasos cuando subes la escalera.
La puerta de la casa, su chirrido.
Las pezuñas del perro en las baldosas.
El roce de tu cuerpo en la cortina.
La bulliciosa esquila cuando orinas
deshaciendo la trama de los ruidos.
El mascarón – Miguel Ángel Velasco
CUANDO el dolor se aleja, es como un mar
que retira sus aguas,
con un murmullo triste que se pierde
más allá de la tarde,
y en nuestro pecho deja
una franja de broza,
litoral de estupor donde un sol pálido
acaricia despojos:
las algas de unas lágrimas,
ese mástil roído de la fe,
las redes amarillas de un fervor,
y el obsceno tritón,
el mascarón soberbio, duro, intacto,
de la impúdica vida.
Desfallecer – Miguel Ángel Velasco
SI pudiera estar triste sin usura
sólo una vez inmensa,
y en ese puro estar quedarme en vilo,
enhebrado en el filo de una lágrima
delgada, ardiente, fiel, inconmovible,
y el mundo todo al fin fuese esa lágrima,
vencería a la muerte.
Pero el dolor nos deja,
y al marcharse diríamos
que un momento tuvimos el sentido
al alcance, muy cerca. Aquella pena
nos mostraba un resquicio
por el que se filtraba como un haz
de luz sobre las cosas;
pero no lo supimos
conservar el dolor, hacerlo un nítido
instrumento afinado al que poder
arrancarle unas notas verdaderas.
Y así ocurre que entonces nos parece
que perdemos sustancia, claridad,
que misteriosamente nos desciñe
lo mejor de nosotros. Que volvemos
a movernos, a andar, a tener hambre...
Beleño de sombra – Miguel Ángel Velasco
A raíces sabía, ¿recuerdas?, aquel beso,
a pan ácimo y sangre, a lágrimas antiguas.
Un viento de ira hendía nuestra carne y dejaba
desnudo de su aroma un lirio duro: el hueso.
Habíamos bebido del purpúreo veneno
pero olvidando acaso hacer las abluciones.
Sólo sé que esa noche recorrimos desnudos,
con ebriedad de culpa, las bodegas del tiempo.
Tú mirabas la lava helada de mi boca,
mis cabellos en fuga, la escarcha de mi pómulo.
Yo tus ojos sesgados de alimaña acosada
que al punto se tornaban madrigueras de sombra.
No osábamos tocarnos. Y, sin embargo, amiga,
más pudo la honda pena de vernos destrenzados
cual nos verá la tierra ese día en que ardan
con nuestro turbio aceite sus lámparas votivas.
Y así fue que, enlazadas las dos manos marmóreas,
sorbimos nuestros labios como una pulpa impura,
atónitos del eco que en el tuétano hacía
la caracola amarga de aquel beso de sombra.
La vida en los estambres – Miguel Ángel Velasco
SE parece el dolor a la ebriedad:
el mundo irrumpe como espacio virgen
y los ojos advierten, asombrados,
un pálpito más vivo en torno nuestro.
Así la otra mañana nuestro duelo
iluminaba vívido el jardín
con una luz mojada; su oro crudo
bruñía las ciruelas como ópalos,
resudaba en el verde palpitante
de voraces hortensias; descubría
una vida imperiosa en los estambres.
Despiadado, en su gozo, cantó un pájaro.