Dime que sí,
compañera,
marinera,
dime que sí.
Dime que he de ver la mar,
que en la mar he de quererte;
compañera,
dime que sí.
Dime que he de ser el viento,
que en el viento he de quererte;
marinera,
dime que sí.
Dime que sí,
compañera,
dime,
dime que sí.
Del barco que yo tuviera,
serías tú la costurera.
Las jarcias, de seda fina;
de fina holanda, la vela.
—¿Y el hilo, marinerito?
—Un cabello de tus trenzas.
Niño – Sylvia Plath
Tu claro ojo es lo único del todo bello.
Quiero llenarlo de color y patos,
el zoo de lo nuevo
cuyos nombres cavilas:
campanilla de invierno, pipa de indio,
tallo
pequeño sin pliegues,
estanque donde las imágenes
deberían ser fabulosas y clásicas
no este tumultuoso
retorcer de manos, este techo
oscuro sin estrellas.
No sé por qué me quejo – Gloria Fuertes
No sé por qué me quejo porque al fin estoy sola.
Y el placer de tirar la ceniza en el suelo,
sin que nadie te riña,
y untar pan en la salsa
y beberse los posos,
y limpiarse la boca con el dorso de la mano,
cantar al vagabundo porque al fin fue valiente,
ir matando los besos como si fueran piojos,
beber blanco,
pronunciar ciertas frases
decir ciertas palabras,
exponerte a que un día te borren de la nómina…
No debiera estar seria
pues vivo como quiero,
sólo que a veces tengo,
un leve sarpullido.
In the lap of the Gods – Esther Giménez
Fluyen desde tu cuello arpados vórtices,
rizos de aire se escapan por tus besos
entre blancas paredes que del eco
debieron contener secretos códices.
De tus arañas tela la que enclava
innüendos en magias amatorias;
enrockados por arte de rapsodia,
mitad Hendrix, mitad María Callas.
Excitan tus caderas el Olimpo,
reina del corazón descapuchado.
Cambias por vodka el líquido de Baco
ungiendo de milagros el sonido.
Rebel of gods, although you spread the wings,
your messages won't tell why love can kill.
Lo que dice la arena – Rosa Lentini
Miradas al trasluz tus manos hojas,
sombra enlazada a sombras,
puro hechizo de voces deslizadas.
Lanzaderas, lanzaderas,
edades que van y vienen en sus conchas.
Tu cuerpo fue rama o voz,
resina flexible que unía
la tela del agua a un fondo
leve de desmemoria.
Paisaje de meseta – Jesús Bernal
He bajado a la fuente tras la lluvia
para dar un paseo.
Salpicado de charcos, el camino
serpentea entre encinas.
Oigo cantar
las últimas cigarras y contemplo
en la linde del muro
unas flores menudas y anodinas
cuyo nombre no sé.
Pienso que todo es pobre en esta tierra.
Apreciar su hermosura nos exige
cierta disposición de la mirada.
En su vulgaridad, este paisaje
de algún modo es perfecto
para quien lo examina sin premura,
hermoso pese a ser
tan sencillo y humilde
como estas flores cuyo nombre ignoro.
Aunque no hubiese tierra, aunque no hubiese cielo… – José Julio Cabanillas
«AUNQUE no hubiese tierra, aunque no hubiese cielo,
antes que tierra y cielo te querría.
Antes que los pilares de la tierra
se asentasen a plomo,
cuando estaba la luz
girando en los espacios infinitos
y las olas del mar no veían el momento
de empezar su carrera,
yo estaba allí.
Jugaba con los hijos de los hombres
antes que el primer llanto los trajese a la vida.
Jugaba con la luna a ponerla en mi frente
y tomé el arco iris por un dije en mi pelo.
No hablo con cualquiera. Te hablo a ti.
Si supieras tan sólo con cuánto amor te tuve,
que una noche de risa y juego te engendré.
Jugaba con la bola de la tierra
y el dedo más pequeño de la luz te ha tocado.
Lo guardé para ti ya desde entonces
—antes que cielo y tierra— tómalo, vida mía».
La mano en el aire – Carlota Caulfield
Se extiende la escritura desatada
ante los espejos del cuerpo.
Las imágenes son pródigas
y el chispazo delicado del gozo
se cierran sobre la cintura
mientras se declara disidente.
Con fragmentos se construye el ánfora.
El descenso de la rueda termina.
La luz se hace forja
en su reflejo anónimo.
Cuando llegue el día
en que esté terminada
la forma entrará como aire
y un abrazador torrente
será murmullo.
De Giuseppe Arcimboldo
se ha dicho
que inventaba rompecabezas.
Tres amores – Alfonso Cortés
Vino una vez: su rostro era de raso,
con el oro silvestre de las frutas;
—¿quién eres, ángel de tranquilo paso?
—¡Soy Ruth, la espigadora de tus rutas!
Vino otra vez: con ambición secreta,
apretó mi deseo hasta la muerte;
—¿Quién eres tú, que vence y que sujeta?
—¡Soy Cleopatra, la del espasmo fuerte!
Vino después: como bacante en celo,
ordenaba en mi ser, que no resiste;
—¿quién eres tú, potente tiranuelo?
—¡Soy Salomé, la de la danza triste!
Alcazarquivir – Julio Martínez Mesanza
Los ojos de la Virgen y los ojos
de aquellos que matamos en combate;
esta patria madrastra y esa otra
que nunca alcanzaremos sin la gracia;
la ley soberbia y el amor que espera;
no poder dar el paso que nos libre
de tentación y halago, seguir siempre
bajo falsas banderas y entre falsos
compañeros andar siempre muriendo;
y, con todo, empezar otra campaña:
ver que la soledad que nos recibe
es nuestra estéril alma, que la yerma
lejanía nosotros mismos somos;
y que somos también el enemigo,
la polvareda de terror que cierra
a la redonda el último horizonte.
Iniciamos la marcha recelosos
entre ruinas que fueron fortalezas
y entramos en la tierra que asolaron
años atrás las fuerzas enemigas:
la sal deslumbra donde vides hubo,
por un mar de ceniza cabalgamos
y empiezan a engañarnos nuestros ojos.
Si vemos a lo lejos una torre,
y enviamos a que el sitio reconozcan,
regresa sorprendida la patrulla
de no haber visto nada semejante
a una torre por esa parte; luego,
al otro lado, vemos otra torre,
y los que allí mandamos igual vuelven:
sin noticia ninguna de la torre.
Desorientados, sólo nos sostiene
la irreflexión, la fe sin esperanza,
que, cuanto más se obliga, más tropieza
y se pierde en pequeños contratiempos;
la fe sin voluntad, desguarnecida;
la que alardea y el amor ignora;
la que se desalienta y no conoce
el verdadero filo de la espada.
Es la fe que de noche nos conduce
a la oscura ciudad del enemigo,
la que nos representa saqueando
después de la victoria, la que en sueños
me hace entrar en un patio donde paso
a cuchillo a un anciano, y subir luego
al cuarto en el que oí llorar a un niño;
la que detiene el golpe de mi espada
y hace reír al niño, con la risa
adulta y humillante de quien sabe
que nos ha derrotado para siempre.