Mi hermana pasó toda una vida en la tierra.
Nació, murió.
Entremedias,
ni una mirada alerta, ni una frase.
Hacía lo que hacen los bebés,
lloraba. Pero se negaba a comer.
Aun así, mi madre la abrazaba, tratando de cambiar
el destino primero, luego la historia.
Y algo cambió: al morir mi hermana
el corazón de mi madre se quedó
muy frío, muy rígido,
como un pequeño colgante de hierro.
Me pareció entonces que el cuerpo de mi hermana
era un imán. Podía sentir cómo atraía
el corazón de mi madre hacia la tierra,
para hacerlo crecer.
DECIMOS verde agua, ¿qué agua, de qué vaso? Hoy este río es verde, profundo verde de árbol, verde o azul, de pájaro o piedras más o menos preciosas. Pero otro día es torvo, como se puso aquella mirada hacia la tarde y piensas en la rara fragilidad del gozo y en la escapularia protección que persigues.
Con qué tranquilidad avanzamos
a través de los días y de los meses,
y cantamos en voz baja
una negra canción de cuna,
cuán fácil los lobos secuestran
a nuestros hermanos,
con qué levedad
respira la muerte,
con qué rapidez
navegan los barcos
por las arterias.
HACE un rato que en la encina cercana protesta un grajo. Mi vecina, la gata blanquinegra e inaudible, asoma en la ventana. Mira al árbol y encerrada imagina la aventura riesgosa. Mira al grajo y me mira. No sabe a quién apoyo. Para alguien que no existe un raro trío hacemos en tres lenguas distintas, dos silencios y el ruido del grajo inaccesible.
La noche desemboca su latido
en un río de noches caudalosas.
Turbio y efervescente,
un minuto es afluente de un minuto.
Aceptas el insomnio como un libro
de páginas sin fondo cuyas letras
resbalan hacia fosas submarinas.
Qué atrocidad vivir, qué enloquecido
temblar en los rincones de las horas.
Si la muerte tuviera guardarropa,
dejaría los guantes del lenguaje
para frotar la nada con los dedos.
EN Jungborn, en el Harz, hay colinas y un prado, y en lo verde, cabañas. Con cautela, Kafka abre la puerta de la suya. No le agrada la idea de ver aproximarse algún cuerpo desnudo de los que a veces pasan. Bajo la poca luz, hay tres conejos que lo miran, quietos. ¿Adustos? Vienen quizás a reclamarle, a él, que está vestido, la intromisión de lo innatural en lo natural: gente desnuda junto a castos conejos, arropados en su pelaje suave, «variegati» diríamos, si ellos fuesen tres plantas que han optado por moverse, pero por un segundo estarán quietas. El aterrado Kafka olvida sus pulmones y entra a soñar mi sueño.
AHORA es ayer, cuando te imaginabas contra la gala real del cielo abierto, en calma. Ahora sí, ya has llegado al mercado del inútil saber. Inesperados ámbares rezagan un fósil de otro tiempo, llegan sueños, recuerdos analgésicos, sensatos, pero sólo algo como algas queda escurriendo de manos que ignoraron siempre el arte de asir el bien que huye. Abrumado lo que se creyó a salvo, sin fe ya esperas lo poco que resta.