El poeta pide a su amor que le escriba – Federico García Lorca

Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.

El aire es inmortal, la piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.

Pero yo te sufrí, rasgué mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.

Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena noche
del alma para siempre oscura.

El poeta dice la verdad – Federico García Lorca

Quiero llorar mi pena y te lo digo
para que tú me quieras y me llores
en un anochecer de ruiseñores
con un puñal, con besos y contigo.

Quiero matar al único testigo
para el asesinato de mis flores
y convertir mi llanto y mis sudores
en eterno montón de duro trigo.

Que no se acabe nunca la madeja
del te quiero me quieres, siempre ardida
con decrépito sol y luna vieja.

Que lo que no me des y no te pida
será para la muerte, que no deja
ni sombra por la carne estremecida.

Maldad – Manuel Altolaguirre

El silencio eres tú.
Pleno como lo oscuro,
incalculable
como una gran llanura
desierta, desolada,
sin palmeras de música,
sin flores, sin palabras.
Para mi oído atento
eres noche profunda
sin auroras posibles.
No oiré la luz del día,
porque tu orgullo terco,
rubio y alto, lo impide.
El silencio eres tú:
cuerpo de piedra.

Las flores del mar – José Emilio Pacheco

                                                           A la memoria de Jaime García Terrés

Danza sobre las olas, vuelo flotante,
ductilidad, perfección, acorde absoluto
con el ritmo de las mareas,
la insondable música
que nace allá en el fondo y es retenida
en el santuario de las caracolas.

La medusa no oculta nada,
más bien despliega
su dicha de estar viva por un instante.
Parece la disponible, la acogedora
que sólo busca la fecundación,
no el placer ni el famoso amor,
para sentir: ­Ya cumplí,
ya ha pasado todo.
Puedo morir tranquila en la arena
donde me arrojarán las olas que no perdonan.

Medusa, flor del mar. La comparan
con la que petrifica a quien se atreve a mirarla.
Medusa blanca como la X’Tabay de los mayas
y la Desconocida que sale al paso y acecha
desde el Eclesiastés al pobre deseo.

Flores del mar y el mal las Medusas.
Cuando eres niño te advierten:
Limítate a contemplarlas.
Si las tocas, las espectrales
te dejarán su quemadura,
la marca a fuego, el estigma
de quien codicia lo prohibido.

Quizá dijiste en silencio:
Pretendo asir la marea,
acariciar lo imposible.

Nunca lo harás: las medusas
no son de nadie celestial o terrestre.
Son de la mar que no es ni mujer ni prójimo.

Son peces de la nada, plantas del viento,
quizá espejismos,
gasas de espuma ponzoñosa

En Veracruz las llaman aguas malas.

La medianoche – Gabriela Mistral

Fina, la medianoche.
Oigo los nudos del rosal:
la savia empuja subiendo a la rosa.

Oigo
las rayas quemadas del tigre
real: no le dejan dormir.

Oigo
la estrofa de uno,
y le crece en la noche
como la duna.

Oigo
a mi madre dormida
con dos alientos.
(Duermo yo en ella,
de cinco años.)

Oigo el Ródano
que baja y que me lleva como un padre
ciego de espuma ciega.

Y después nada oigo
sino que voy cayendo
en los muros de Arlès
llenos de sol…

Tu cuerpo está a mi lado – Jaime Sabines

Tu cuerpo está a mi lado
fácil, dulce, callado.
Tu cabeza en mi pecho se arrepiente
con los ojos cerrados
y yo te miro y fumo
y acaricio tu pelo enamorado.
Esta mortal ternura con que callo
te está abrazando a ti mientras yo tengo
inmóviles mis brazos.
Miro mi cuerpo, el muslo
en que descansa tu cansancio,
tu blando seno oculto y apretado
y el bajo y suave respirar de tu vientre
sin mis labios.
Te digo a media voz
cosas que invento a cada rato
y me pongo de veras triste y solo
y te beso como si fueras tu retrato.
Tú, sin hablar, me miras
y te aprietas a mí y haces tu llanto
sin lágrimas, sin ojos, sin espanto.
Y yo vuelvo a fumar, mientras las cosas
se ponen a escuchar lo que no hablamos.

Amor – Antonio Gamoneda

Mi manera de amarte es sencilla:
te aprieto a mí
como si hubiera un poco de justicia en mi corazón
y yo te la pudiese dar con el cuerpo.

Cuando revuelvo tus cabellos
algo hermoso se forma entre mis manos.

Y casi no sé más. Yo sólo aspiro
a estar contigo en paz y a estar en paz
con un deber desconocido
que a veces pesa también en mi corazón.

Malva-luna-de-yelo — Rafael Alberti

Las floridas espaldas ya en la nieve,
y los cabellos de marfil al viento.
Agua muerta en la sien, el pensamiento
color halo de luna cuando llueve.
¡Oh, qué clamor bajo el seno breve,
qué palma al aire el solitario aliento!
¡Qué témpano, cogido al firmamento,
el pie descalzo, que a morir se atreve!
Brazos de mar, en cruz, sobre la helada
bandeja de la noche; senos fríos,
de donde surte, yerta, la alborada;
¡oh piernas como dos celestes ríos,
Malva-luna-de-yelo, amortajada
bajo los mares de los ojos míos!