Levanta el índice, Brancusi,
y delimita el vuelo de los pájaros
ahora que anochece.
Con tu ecuación perfecta
que proyectada en alto
dará siempre infinito
—la concretes en cien, cincuenta o
veintisiete eslabones
más eslabón truncado—
distribuye
los espacios furiosos
que acechan
el ocaso.
En esa noche de brisa salada
las palabras afiladas
causaron desiertos
entre las nubes,
el oído coagulado por el eco indiferente
asistía al drama danzante
que en el corazón de Oriente posaba,
como cuando la mosca
decide entregarse al agua para ahogarse
Hurta al rojo su ardiente y noble vena
y al azul la devota condición
y con ambos ornatos constituye
el destello violeta.
Opuesta a la ebriedad es su hermosura
que a los lirios efímeros ofende,
perfecto poliedro que al juicio
el equilibrio presta.
Bajo el ala de la noche
que deja
su huella imprecisa
bajo la sombra
del corazón repudiado
rumores de vidrio
rozan el sueño esquivo.
En esa hora que rezuma olvida,
en esa hora secreta y desgarrada,
la piel que me contiene
se llena de nostalgia y latidos.
Desarraigado
el amor
acaricia
la entreabierta herida
que sangra.
Ahora me pregunto si es que toda la vida
hemos estado aquí. Pongo, ahora mismo,
la mano ante los ojos -qué latido
de la sangre en los párpados- y el vello
inmenso se confunde, silencioso,
a la mirada. Pesan las pestañas.
No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua pálida,
éstos aquí sentados, con nosotros vivientes?
La tarde nos empuja a ciertos bares
o entre cansados hombres en pijama.
Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio
arriba, más arriba, mucho más que las luces
que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados.
Queda también silencio entre nosotros,
silencio
y este beso igual que un largo túnel.
Mi hermana pasó toda una vida en la tierra.
Nació, murió.
Entremedias,
ni una mirada alerta, ni una frase.
Hacía lo que hacen los bebés,
lloraba. Pero se negaba a comer.
Aun así, mi madre la abrazaba, tratando de cambiar
el destino primero, luego la historia.
Y algo cambió: al morir mi hermana
el corazón de mi madre se quedó
muy frío, muy rígido,
como un pequeño colgante de hierro.
Me pareció entonces que el cuerpo de mi hermana
era un imán. Podía sentir cómo atraía
el corazón de mi madre hacia la tierra,
para hacerlo crecer.
DECIMOS verde agua, ¿qué agua, de qué vaso? Hoy este río es verde, profundo verde de árbol, verde o azul, de pájaro o piedras más o menos preciosas. Pero otro día es torvo, como se puso aquella mirada hacia la tarde y piensas en la rara fragilidad del gozo y en la escapularia protección que persigues.
Con qué tranquilidad avanzamos
a través de los días y de los meses,
y cantamos en voz baja
una negra canción de cuna,
cuán fácil los lobos secuestran
a nuestros hermanos,
con qué levedad
respira la muerte,
con qué rapidez
navegan los barcos
por las arterias.
HACE un rato que en la encina cercana protesta un grajo. Mi vecina, la gata blanquinegra e inaudible, asoma en la ventana. Mira al árbol y encerrada imagina la aventura riesgosa. Mira al grajo y me mira. No sabe a quién apoyo. Para alguien que no existe un raro trío hacemos en tres lenguas distintas, dos silencios y el ruido del grajo inaccesible.
La noche desemboca su latido
en un río de noches caudalosas.
Turbio y efervescente,
un minuto es afluente de un minuto.
Aceptas el insomnio como un libro
de páginas sin fondo cuyas letras
resbalan hacia fosas submarinas.
Qué atrocidad vivir, qué enloquecido
temblar en los rincones de las horas.
Si la muerte tuviera guardarropa,
dejaría los guantes del lenguaje
para frotar la nada con los dedos.