Siesta – Oliverio Girondo

Un zumbido de moscas anestesia la aldea.
El sol unta con fósforo el frente de las casas,
y en el cauce reseco de las calles que sueñan
deambula un blanco espectro vestido de caballo.

Penden de los balcones racimos de glicinas
que agravan el aliento sepulcral de los patios
al insinuar la duda de que acaso estén muertos
los hombres y los niños que duermen en el suelo.

La bondad soñolienta que trasudan las cosas
se expresa en las pupilas de un burro que trabaja
y en las ubres de madre de las cabras que pasan
con un son de cencerros que, al diluirse en la tarde,
no se sabe si aún suena o ya es sólo un recuerdo...
¡Es tan real el paisaje que parece fingido!

Delirio de persecución – Fiama Valerio

Escuché marchas.
Las fibras de los cordones
se deshebraban como el deshojar de margaritas.
El herrete se había manchado de polvo.
A la orilla del macadán afloraron guijarros,
se descarrilaron las hormigas
al trasladar sus despensas,
violaron la fila india,
se enmarañaron en la punta de mis tenis,
me murmuraron advertencia.
No iba sola.
Aceleré el paso,
chasqueó la suela en el agua,
miré en el retrovisor al caminante persecutor,
escuché su jadeo hostigoso,
giré lentamente​​ 
y nadie se avizoraba en el camino.

Una canción como esa – Claudia Masin

                                                 A Milagro Sala

En los pueblos anestesiados, adormecidos por un sol violento, cada vez
que llueve se levanta de las calles de tierra una nube de vapor, un humo viejo
que trae el olor picante de la pólvora vencida, disparada hace décadas
sobre cuerpos desarmados o en enfrentamientos desiguales
de cientos contra pocos, un humo que condensa el olor de todos los fuegos
encendidos a la noche, jornada tras jornada, mes tras mes, año tras año,
para asar la carne o calentar la comida que hubiera,
unos junto a otros reunidos alrededor del fogón como luciérnagas
que se han ido apagando para dejar su brillo en una caja que otros construyeron,
sin agujeros por donde respirar porque no todos, se sabe, tienen derecho a la vida
y a la belleza. Es denso ese humo y es tóxico, y se nos cierra la garganta
cuando llega, porque guarda el olor corrosivo que se adhiere a los cuerpos
de tanto andar juntando los desperdicios que otros dejan, la basura ajena,
para seguir sobreviviendo. El olor de ese humo, a pobreza
y a miedo, a veces crece y crece y llega a las ciudades ricas donde apesta
más que nunca y hay que espantarlo con las manos como a un insecto.
No tiene historia, no duele, a nadie le pertenece ese olor cuando entra a las casas
y molesta, lo único que importa es apagarlo, taparlo,
hacer que vuelva a donde pertenece,
porque no se puede invadir la propiedad de los otros con la propia
miseria. Sin embargo es más grande todavía el desprecio y el asco
cuando esos hombres y mujeres un día se atreven a salir a las calles,
a invadir el centro de ciudades que no fueron construidas para ellos:
aunque han venido de tan lejos, y están sucios y cansados, no traen
ese olor animal con ellos, no es pobreza ni miedo
eso que los circunda como un halo imposible y los protege
como una empalizada, como una fuerza torrencial y serena
que los sostiene con la delicadeza con que debe ser sostenido
algo que ha sido roto y recompuesto mil veces, algo a la vez infinitamente
poderoso y frágil, porque ha conocido la experiencia
de su propio derrumbe y ha vuelto. No es pobreza ni miedo,
no están vencidos porque vienen cantando, se los oye desde lejos, nadie puede
no oírlos, su canción tiene raíces tan hundidas en la tierra que a algunos
les toca el corazón, les hace nacer una alegría que no conocían, tan intensa
que pareciera que les rompe el pecho, pero en otros despierta
una violencia incurable y quisieran arrancar ese canto
y arrancarlos a ellos como a la mala hierba para que algo así,
capaz de transmitir una esperanza tan tremenda, no pueda propagarse
y contaminar a los demás, a los que bajan la cabeza y aceptan
porque no saben, no les han dicho, nunca han escuchado
una canción como esa. Que no existen los milagros es algo
evidente. Pero sí existen algunos –poquísimos- seres con el coraje, la terquedad,
la furia de insistir en lo que no se puede: caminan sobre el agua
o multiplican los panes y los peces
como si no estuvieran haciendo nada extraordinario, apenas lo justo,
lo que tenía que ser hecho. Una sola de estas personas
puede lograr que el mundo se ahueque como los ventrículos del corazón
enorme y violento de las fieras del monte, cuyo latido retumba adentro de la
tierra
hasta que incluso los seres más mansos, más pequeños, lo escuchan
y entonces despiertan y escapan de una vez y para siempre
de su cautiverio.

Volver a mirarte ha sido – Pedro Casariego

Juana volver a mirarte ha sido.
Una enfermedad desconocida lame la tierra.
En el sembrado muchos volcanes que nunca se inflamaron.
Un milagro cuando los colores se convierten en hijos.
Sombras nítidas si es posible en los campanarios.
Cantos claros acallados por el rayo del instinto.
Brotan piedras amarillas de la sangre extraviada.
Algo estremece la edad definitiva de aquel tiempo en los cristales.
Un alivio de flores se subleva como una tormenta.
Quizá ojos y acueductos fundidos por la memoria.
En valles de savia la frialdad terrible de la fatiga.
Una vejez torpemente nueva irrumpe en los canales del espacio.
Los días del suicidio son días de un azul derramado.
Antes una plaga de horas tristes ha labrado el alma.
La pregunta de una llama y en el fuego una llamada.
Es vuelo de pájaros tibios lo que repite el aire.
Destierros sagrados que curan sin descanso.
Cirujanos y pena más altos que el trigo y los muros.
Lentamente protegen tejados de escarcha.
Amenazan las promesas sinceras de la nada.
Sobrevive lo contiguo y luchan los balcones a lo lejos.
Juana volver a mirarte ha sido.

No quiero – Ángela Figuera Aymerich

No quiero
que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile al aliento.

No quiero
que el trigo se queme y el pan se escatime.

No quiero
que haya frío en las casas,
que haya miedo en las calles,
que haya rabia en los ojos.

No quiero
que en los labios se encierren mentiras,
que en las arcas se encierren millones,
que en la cárcel se encierre a los buenos.

No quiero
que el labriego trabaje sin agua,
que el marino navegue sin brújula,
que en la fábrica no haya azucenas,
que en la mina no vean la aurora,
que en la escuela no ría el maestro.

No quiero
que las madres no tengan perfumes,
que las mozas no tengan amores,
que los padres no tengan tabaco,
que a los niños les pongan los Reyes
camisetas de punto y cuadernos.

No quiero
que la tierra se parta en porciones,
que en el mar se establezcan dominios,
que en el aire se agiten banderas,
que en los trajes se pongan señales.

No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles,
que jamás se fabriquen fusiles.

No quiero
que me manden Fulano y Mengano,
que me fisgue el vecino de enfrente,
que me pongan carteles y sellos
que decreten lo que es poesía.

No quiero
amar en secreto,
llorar en secreto,
cantar en secreto.

No quiero
que me tapen la boca
cuando digo NO QUIERO...

Muerte a lo lejos – Jorge Guillén

je souteno/s l’éclat de la mort toute puré
VALÉRY.

Alguna vez me angustia una certeza,
Y ante mí se estremece mi futuro.
Acechándole está de pronto un muro
Del arrabal final en que tropieza

La luz del campo. ¿Mas habrá tristeza
Si la desnuda el sol? No. no hay apuro
Todavía. Lo urgente es el maduro
Fruto. La mano ya le descorteza.

...Y un día entre los días el más triste
Será. Tenderse deberá la mano
Sin afán. Y acatando el inminente

Poder diré sin lágrimas: embiste,
Justa fatalidad. El muro cano
Va a imponerme su ley, no su accidente.

El día que me muera – Ángela Figuera Aymerich

El día que me muera
no quiero el llanto al uso ni las flores
cortadas al efecto ni los cirios
de lento gotear en los sufragios.
No quiero el luto inútil de las ropas
ni las miradas tristes ni el silencio
ni el ramo de laurel correspondiente.
No quiero que la vida se detenga
cual si algo extraño hubiera sucedido
y el mundo ya no fuera como antes.

El día que me muera
quiero que todo viva y continúe:
que broten flores en los mismos sitios,
que corra el agua por la misma acequia,
que los amantes trencen sus abrazos,
que nazca un niño en el portal de enfrente,
que mi vecino vaya a la oficina,
que los obreros entren en la fábrica,
que salgan a la mar los pescadores,
que las mujeres vuelvan de la compra
con un ramo de acelgas en los brazos;
que el labrador entierre su semilla
cuando amanezca el sol y el estudiante
cierre sus libros cuando el sol se ponga;
que se oigan las sirenas de los buques,
los golpes del martillo, los motores,
las voces de los niños en el patio,
los ruidos de la calle, los jilgueros.

Y quiero que, a la hora de costumbre,
los míos se reúnan a la mesa,
partan el pan y cambien la sonrisa.

Que mis amigos beban unos chatos
y escriban un poema por la noche.

El alma tenías… – Pedro Salinas

El alma tenías
tan clara y abierta,
que yo nunca pude
entrarme en tu alma.
Busqué los atajos
angostos, los pasos
altos y difíciles ...
A tu alma se iba
por caminos anchos.
Preparé alta escala
— soñaba altos muros
guardándote el alma —
pero el alma tuya
estaba sin guarda
de tapial ni cerca.
Te busqué la puerta
estrecha del alma,
pero no tenía,
de franca que era,
entradas tu alma.
¿En dónde empezaba?
¿Acababa, en dónde?
Me quedé por siempre
sentado en las vagas
lindes de tu alma.

Poeta – Ángela Figuera Aymerich

Más de un día me duele ser poeta. Me duele
tener labios, garganta, que se ordenan al canto.
Es tan fácil vivir cuando solo se vive
mudo y simple, esquivando la pesquisa y el vértigo.

Pero aquel que es poeta ni en mitad del tumulto
ni emboscado en la orilla logrará su descanso.
Porque el ojo sin párpado no consigue la noche
y en acecho infinito se le enciende y afila.
Porque todo el misterio, despeñada gaviota,
le golpea el cantil de las sienes desnudas
y, en la boca, transidas de belleza imposible,
las enormes palabras se le agolpan y enredan.

Porque vive y lo sabe. Porque muere y lo sabe.
Pero el grito convulso de su vida y su muerte
es halcón insumiso que las nubes devoran.

Océanos, ciclones, bosques, astros habitan
en el ámbito estrecho que su cráneo circunda.
Olas, aves, raíces, pulsaciones, acordes,
por la red de los nervios se le enroscan vibrando.

¡Qué avidez de contornos le agudiza los dedos!
¡Qué avidez de caminos le estremece las plantas!
En el pecho le crece su imperioso destino.

Y, ni dentro ni fuera, en la fina tangente
que tan solo en un punto a lo cierto se ajusta,
solitario y alerta, desvelado o sonámbulo,
el poeta mantiene su equilibrio difícil.