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Poetas andaluces de ahora – Antonio Hernández

Salvo a Vicente y su callada riqueza
y salvo a Rafael y su escrutinio
de lo bello, nunca los vi. Porque la guerra
los puso lejos como un barco arrugado
en la memoria, no vi a Luis Cernuda,
ni a Federico, ni a Emilio Prados
o a Altolaguirre.
                  Ellos cantaban
la luz como los potros de mi pueblo
y extraían claveles de sus venas
astrales. Con mi edad, o mejor dicho
un poco más expertos en los astros
terrestres, se marcharon, con el ave
de la muerte o del exilio, a otros mundos
lejanos, perseguidos por la doble
sombra de la derrota para que,
de nuevo, se cumpliera el destino
de quien canta y quien ama.
                          (No los vi
y ahora serían amigos, a los cuales
cuesta trabajo visitar por miedo
a visitar la propia egolatría,
la de uno, la que al fin desaparece
con los versos de ellos.)

No los vi, y lo repito en un sollozo
con la herida cerrada, lo repito
con una salva póstuma de aplausos
y como un corazón para que todos
sepan que se recuerda con doliente
armonía a lo desconocido
que hace presencia en unos versos suyos
porque aparezca el Sur en la distancia,
habite el mundo entero, no disponga
la Tierra de lugar para otro sueño.

Para que, acaso, pueda contemplarlos
aún —no los vi— pues permanecen rotos.
Igual duran la gloria y la injusticia.

Donde da la luz – Antonio Hernández

Se hace la pequeñez como un relámpago
que ilumina un instante cuanto observa
callado —cuanto
es parte de ella misma, también poco—
y entonces se engrandece.
                          Acaso sea
vivir para los otros nuestra forma
de ser el mundo entero, lo que existe
y lo que revelamos en el trance
del amor que nos crea.
                       Acaso crear sea
encender nuestras breves miniaturas.

Nueva Oda Elemental – Antonio Hernández

Reina del universo
que en todas partes te hallas
y en todas partes eres
aceptada, aplaudida,
flor de la discreción, 
pulpa del sí que elogias
para se elogiada,
estrella de papel
de plata que perdonas
los pecados del mundo
con tu apariencia humilde,
cabeza de recato,
corazón de eutrapelia,
más feliz, orgullosa
de tu prebenda ignara,
iris de la modestia, sabes
que tan sólo arrastrándose
se llega al objetivo,
trepando al cielo,
al trono, de rodillas,
oh, tú, falsa, farsante, 
diosa de bestsellers,
apártate de mí,
recluta esclavos lejos
de donde yo me encuentre,
que el espolique disfrazado, 
el fámulo con máscara,
el siervo con librea
y el plagiario, el negrero,
el capataz, el cómitre
te amparen con su mierda
y con su látigo
y que te perpetúen
en tu reino, pues tú
misma eres su estampa
por mucho que te vistas
de sol, mediocridad,
mediocridad dorada,
luz de los académicos.

Abres los ojos y es una cosecha… – Antonio Hernández

Abres los ojos y es una cosecha
en la mañana nueva. En paz celeste
que quisiera bañar de alas el mundo
la pureza en tus ojos reaparece.
No cabe nada más en tu mirada,
que estrena y baña una luz inocente
con esa fe del río en los arroyos
y el lagar en las uvas de septiembre.
Acaso nada más, ni nada menos
porque no falta nada en lo que tiene
la plenitud del bosque al que la mano
del sol ha acariciado y ya se quiere
porque lo ha pretendido inexcusable
como explica el columpio a quien lo mece.
Si te dijera que te amo por mí,
que si te quiero es porque me quieres,
estoy seguro de que me oiría
sin escucharme, y sin querer creerme.
(Y sin que tú aceptaras pensar que esa
inocencia es tu embozo conveniente).
Porque el amor no admite que ha mentido
quien lo tejió, lo hizo de ignorar que
se quería a sí mismo. Y lo que es más
impúdico: tan sólo de quererse.

Andalucía – Antonio Hernández

ME quedé en ella porque era hermosa
y necesitaba su alegría. Nunca
se puede ocultar al corazón
lo que han visto los ojos. Nunca
la alegría del canto. Repetidamente
fui viviendo en sus cosas y aprendí
por los ríos, el amor; por un pájaro,
el desvelo de la paz; por las nubes ligeras,
la forma de evitarme algún recuerdo.
Todo estaba limpio por sus tierras
Hasta los pobres, en vez de dolor,
de una seguridad insuficiente hablaban.
Hasta los jornaleros, en vez de justicia,
resignación decían. Era un modo
de ahuyentar la tristeza. Se conformaban
con lo que les venía de arriba,
y con un cante que nació en las raíces
de su pena, y fue extendiéndose a las ramas
del mundo, como al amanecer la luz.
Cada día iba aprendiendo más: que el vivir
no es un ave que pasa, sino un pozo
que queda allí para el que necesite beber,
que el llevar una tierra clavada en las entrañas
vale más que haber posado un continente entero,
que morir por los brazos de una madre
es la gran solución para santificarse.
Andalucía era limpia, y por eso
al renacer en ella, al darme cuenta
que no solo de fiestas se trataba,
defendí su ilusión de más de mil dolores,
apoyé a la alegría cunado enmascaraba tristeza
robé a todo lo hermoso cuanto pudo mi amor.
No. No era un vino o una guitarra la escena.
Era lo que quedaba dentro de cada uno oculto,
la alegría, quizá, que le costaba la sangre
a aquellas tierras de secanos cuando
un campesino alzaba como un dios
su ronquido total, su enorme queja,
su gran desolación vestida de colores.

Ahora que ya no ofrezco – Antonio Hernández

Ahora que ya no ofrezco a su seno la rosa
que la niñez entrega, ni la gracia me fluye
como de un arriate el color y el aroma,
ahora, cuando soy como un cero a la izquierda
de la pureza, ahora
que no tengo ya lengua sino para cantar
ahogado cuanto un día me dejé entre sus cosas,
a un paso de la muerte y un paso de la vida,
en medio de la tumba y de la luz, es gloria
pensar que me arrodillo en mi río y con agua
bendita me persigno, me confieso de toda
ausencia y, perdonado, tomo la luz, los aires,
el sol, la brisa, el mar de allí, como quien toma
en un domingo claro que es orilla de un dios
la eternidad de un día de la sagrada forma.

Versión del incendiario – Antonio Hernández

Nunca me las di de maldito. Pero
me encantaba ir a mi aire, solo,
con un presunto carácter conflictivo,
con un carácter cuya cara
fuera la soberbia y fuera su cruz
la ternura, con un carácter embozado.
Y así me creé algunos enemigos
que intentaron hacerme la vida insostenible
como a la Fe se la hace la Razón.
En realidad debió de ser
porque ya de muy joven escribí
un libro deslumbrantemente cándido:
El mar es una tarde con campanas.
Y se dijeron: «No, no puede ser
que este ignorante adivine
el lunar de la emoción y la música,
la pulpa de la frescura, que este
estudiante sin título venga
a igualarse a nosotros, los
doctos titulados superiores,
los elegidos por Dios o El Caudillo…»
Etcétera, etcétera, etc.
Y desde entonces soy una fábrica
de dar disgustos, y desde ahora,
desde que en ocasiones célebres
resucito en la prensa con grandes
migajas, ya se resignan, ya
se conforman y dicen: «Más vale olvidarlo,
su suerte es evidente». Ya no tengo
enemigos, ya se me han muerto todos,
así que a aburrirse tozudamente
tocan con tanto cadáver, con tanto
cataléptico dimitido,
con tanta momia resignada
que dudarán si asistir a mi entierro
cuando me muera por ver si los ponen
en los periódicos o en la Tele.
Cuando yo me muera bendito, cuando
se digan entre ellos: «En el fondo
no era mala persona, algo infantil,
sólo eso», cuando Rimbaud me ordene
adventicio y soberbio: «Ponte
a mi lado, a la izquierda
de mí, de Dios Padre, pero al final
de la fila». Y alguien, por tanto
y por fin, me devuelva la monedita falsa
de mi estúpida vanidad
tomándome el pelo de fatuo:
«Exactamente al final, señor Miguel Hernández».

El desencanto – Antonio Hernández

No la tristeza por el mercachifle
ido a más que fue amigo, nuevo rico
bien cebado por las diputaciones
y los ayuntamientos. Ni tampoco
por el sandio zascandil que traduce
lo que fue traducido sin cambiar el idioma.
Ni por el pobre, pillo, animador
que llaman cultural. Menos aún
por el gacetillero que elogiara
mi poesía con un entusiasmo
tan sólo comparable a su ignorancia.
Ni por tantos moscones como tuve
sobre mí cuya vanidad recuerdo
pero cuyos poemas me son indiferentes.
Ni por los virtuosos, que saben dónde está
el cofre lleno de hojalata.
Ni por esos estultos sabios
peores que los bobos ignorantes,
sino por el maestro, al que creí
volcado a la honradez y la justicia.

Rompió mi espejo y aún escupo cristales.