No la tristeza por el mercachifle
ido a más que fue amigo, nuevo rico
bien cebado por las diputaciones
y los ayuntamientos. Ni tampoco
por el sandio zascandil que traduce
lo que fue traducido sin cambiar el idioma.
Ni por el pobre, pillo, animador
que llaman cultural. Menos aún
por el gacetillero que elogiara
mi poesía con un entusiasmo
tan sólo comparable a su ignorancia.
Ni por tantos moscones como tuve
sobre mí cuya vanidad recuerdo
pero cuyos poemas me son indiferentes.
Ni por los virtuosos, que saben dónde está
el cofre lleno de hojalata.
Ni por esos estultos sabios
peores que los bobos ignorantes,
sino por el maestro, al que creí
volcado a la honradez y la justicia.
Que no me coma la envidia,
la peor enfermedad;
que no sepa de venganza
ni aun cumpliéndose en justicia;
que guardián no sea el odio
de una apagada alegría;
que el rencor no me empobrezca
a la hora del balance.
Y que todo sea así
no para ganarme el Cielo
sino por que vuele en paz
mi ceniza en el olvido.
Hubo un momento claro, con colores,
poblado el aire de alas, el cielo
de nubes becquerianas, lisonjeras,
la fuente con su agua gorgeante,
en que la gloria fue el amor.
Otro en el que los libros dieron lumbre
a la razón, se hizo el entendimiento
del sueño de otros hombres entregados
a dar con el misterio desde que el mundo es mundo.
Otro en que, al multiplicarnos, nos vimos
herederos y heredados para siempre.
Otro en el que supuso la aceptación de los demás,
el reconocimiento, el homenaje…
Recuerdo que bajé las escaleras
de Montmartre cogido de su mano,
que crucé por el Río de la Plata
ceñido a su cintura,
que paseé por el puente de Brooklyn
con mi brazo en su hombro,
que en esos lugares la amé
colmado, gestatorio, originante.
Que en el pajar hallé la aguja
que ahora se me clava.
COMO TODOS LOS GÉMINIS
contradictorio y luminoso
un día me dijo
que no aguantara el dolor, que el dolor
que se aguanta apretando los dientes
se instala en el cerebro
como una sonata, como un poema,
como la tabla de multiplicar,
como el Credo o la Salve,
y que hay que combatirlo sin tregua
para que en la memoria no se cronifique.
Un dolor alquilado en todo caso,
como el que suele ocupar el amor
trágicamente llamado imposible,
a la larga sonrisa agradecida.
Un dolor que no ejerza, en excedencia,
que un día vuelve a la oficina,
al colegio, al trabajo, a una nostalgia
que tiene más de flauta que de padecimiento.
Para que así la tinta de escribir
dimita de ser sangre. Para
no acabar siendo un triste repescado
en el umbral del tanatorio.
*Extraído del libro “Nueva York después de muerto”.
El conserje de la casa en que vivo
es de mi pueblo y, como yo, vino
a Madrid hace ya muchos años.
Por las mañanas me despierta
con un largo lamento en el que caben
el río, el castillo, las torres
y su casa de entonces. En el patio
debe estar su madre cosiendo
esa nostalgia cana a cana, debe
de estar su primera novia, sus juegos
infantiles, los sueños por cumplir.
Todo en ese quejido de luz y de misterio
con que me despierta, con esa pena
balsámica con que hace amanecer
el mundo.
Y tiene vida la muerte
como cuando aún la noche muerde el alba.