Versión del incendiario – Antonio Hernández

Nunca me las di de maldito. Pero
me encantaba ir a mi aire, solo,
con un presunto carácter conflictivo,
con un carácter cuya cara
fuera la soberbia y fuera su cruz
la ternura, con un carácter embozado.
Y así me creé algunos enemigos
que intentaron hacerme la vida insostenible
como a la Fe se la hace la Razón.
En realidad debió de ser
porque ya de muy joven escribí
un libro deslumbrantemente cándido:
El mar es una tarde con campanas.
Y se dijeron: «No, no puede ser
que este ignorante adivine
el lunar de la emoción y la música,
la pulpa de la frescura, que este
estudiante sin título venga
a igualarse a nosotros, los
doctos titulados superiores,
los elegidos por Dios o El Caudillo…»
Etcétera, etcétera, etc.
Y desde entonces soy una fábrica
de dar disgustos, y desde ahora,
desde que en ocasiones célebres
resucito en la prensa con grandes
migajas, ya se resignan, ya
se conforman y dicen: «Más vale olvidarlo,
su suerte es evidente». Ya no tengo
enemigos, ya se me han muerto todos,
así que a aburrirse tozudamente
tocan con tanto cadáver, con tanto
cataléptico dimitido,
con tanta momia resignada
que dudarán si asistir a mi entierro
cuando me muera por ver si los ponen
en los periódicos o en la Tele.
Cuando yo me muera bendito, cuando
se digan entre ellos: «En el fondo
no era mala persona, algo infantil,
sólo eso», cuando Rimbaud me ordene
adventicio y soberbio: «Ponte
a mi lado, a la izquierda
de mí, de Dios Padre, pero al final
de la fila». Y alguien, por tanto
y por fin, me devuelva la monedita falsa
de mi estúpida vanidad
tomándome el pelo de fatuo:
«Exactamente al final, señor Miguel Hernández».

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