Bajo el alba,
entre rosas extasiadas,
salí camino del cielo,
para ver si te encontraba.
Para ver si te encontraba,
y tú, mi vida, no estabas.
Tú no estabas. Entre rosas,
llamándote, bajo el alba.
Hallé rosas de la aurora
venciendo mares de sombra.
Miré rosas de la tierra,
erguidas porque las quieran,
las besen.
Cántico del sol que muere,
vi las rosas del poniente.
Los ángeles las regalan.
Y tú, mi vida, no estabas.
Rosa de nadie, ignorada.
Tú, que te harás porque si,
y sin servir para nada.
De tu perfección avara,
purísima, alma del alma,
rosa bella, sin motivo,
oh, poesía mía, increada.
Archivo de la categoría: Premio Adonáis
Lo perdido – Jorge Galán
Si abro los brazos y entonces corro
a través de una calle, una colina
o en medio de unos árboles,
mi corazón se inflama, no de emoción
sino de enfermedad. ¿Es eso envejecer?
La lentitud se vuelve una mujer
que abraza nuestras piernas.
Tan mínima al principio,
se torna más robusta cada invierno.
La golpeamos, pero jamás se queda atrás,
se vuelve otra madre
y jamás podemos deshacernos de ella.
Entonces la muerte es una silueta
al final de la calle una mañana.
El temblor en la mano dibuja esa silueta
en la región del aire frío.
Los orinales son motivo de odio.
La individualidad detesta a las amables enfermeras.
¿Qué pensaríamos del sol si necesitara
una o dos estrellas o incluso tres para encender el alba?
¿Acaso no nos compadeceríamos de él?
¿Acaso no dejaría de parecernos espléndido?
Nos parecería solo una mancha amarilla en el cielo,
casi como un llanto,
y entonces hablaríamos de otras épocas
y diríamos, con pesar y orgullo,
que alguna vez fue algo terrible.
Conversación con Elisa – Luis García Montero
CUANDO cierres la puerta
y traigas en los ojos
la próxima derrota,
piensa que yo he perdido
más batallas que tú.
Cuando tu soledad
pese en las multitudes
y los indiferentes,
piensa que yo he vivido
más solo que tú.
Cuando nadie comprenda
la realidad de un sueño
herido por el mundo,
piensa que yo he fallado
más veces que tú.
Y cuando te avergüencen
por acudir al frío
de los que te llamaban,
piensa que yo he deshecho
más nieve que tú.
La vida nunca es fácil,
pero vas a entender
su corazón alegre,
tenaz y melancólico,
igual que yo.
Porque aparecerá
cualquier día del año
alguien mucho más joven
y más desobediente,
igual que tú.
Recibirás entonces
la mejor recompensa.
Todo tendrá el sentido
y una mirada limpia,
igual que tú.
Me arrugaron los mapas – Martha Asunción Alonso
SI alguien me ve pasar, que me lo diga.
Yo no sé adónde voy, con qué piernas salí
esta mañana de mi casa,
ni qué casa.
De las velas sopladas crecieron muy temprano
los insectos, yo vi soles en miniatura tatuados en sus
alas.
Tomaron el control de mis zapatos,
mi sexo,
los lunares que fui capaz de amar cuando era virgen.
Me arrugaron los mapas. Ahora
debo andar por el mundo en hueso vivo,
como alma que se llevara un ángel
colocado de crack.
Si alguien me ve llorar, NO
me lo diga.
La lluvia – María Elvira Lacaci
Llueve, llueve... Goterones
caen con fuerza. Un gran río
¡es mi calle sin navío!
Árboles son los balcones
que amparan a los obreros
que fuman. Y el capataz
aguarda el brillante haz
de luz. Y los barrenderos
se guarecen. Con sus botas
y sus cubos plateados
—brillantes pero enfangados—,
cristal son, que llora en notas.
Dama adormidera – Miguel Ángel Velasco
Dolor de las criaturas,
magnitud extramuros.
Y es milagro
que la tierra provea,
que de la misma fécula
convulsa en que incuban
la tenaza y el cínife,
cuaje la autoridad
de una savia maestra
que restituye su entereza al roto,
su patria de palabra al asordado.
¿Seréis conmigo, adormidera, abuela
del quebranto, en el trance, cuando nada
pueda ya la señora de mis días
proveer de consuelo;
cuando la amada apenas
alcance a sostenernos
el hilo del mirar y, vuelto el rostro,
maldiga la vida,
porque la vida huya,
madre desarbolada, porque el río
la pueda, y deje, huyendo, de su mano
el peso del nacido en aguas solas?
¿Seréis conmigo, dama,
cuando el dolor allane
la morada del cuerpo y éste sea
ya nada más que casa desolada?
Lamento – Eugenio de Nora
¡Seguid, seguid ese camino,
hermanos;
y a mí dejadme aquí
gritando!
¡Dejadme aquí! Sobre esta tierra seca,
mordido por el viento áspero
—campanario de Dios
frente al derrumbe rojo del ocaso—.
¡Dejadme aquí! Quiero gritar,
tan hondo en el dolor, tan alto,
que mi voz no se oiga sino lejos, muy lejos,
libertada del tiempo y del espacio.
¡Dejadme aquí! Dejadme aquí,
gritando...
Desamor – Ana Merino
Sobre el dolor de estar
y no ser querido
pongo el mantel y espero la cena.
Cada habitación tiene un sonido
a modo de selva
o de tormenta.
Pero es en el baño
donde los espejos no disimulan,
escupen.
Cada rincón tiene su nido
y allí las arañas
preparan sus telas;
pero es en el patio
donde me dedico a despiojar niños
y aplasto las liendres con las uñas
como si fuese una gran cacería
de dedos largos
y pelo sucio.
Sobre el dolor se quejan mis manos
y yo me olvido, no existo;
ni siquiera a golpes abro la boca.
Ojos cerrados – Jorge Galán
A ti también, ingenua, a ti también te he visto
y tu rostro no era tu rostro sino el rostro del miedo,
y me veías como si estuvieras viendo una tempestad,
como si, parada en la lejanía de un valle,
vieras venir hacia ti, hacia tu cuerpo delgado
como un goteo continuo de miel tibia,
una estampida de búfalos sometidos acaso
por un miedo más hondo,
y vi tus labios trémulos a causa de palabras no dichas,
y mis labios, trémulos también, a causa de aquello
que no he de decir nunca,
te he visto, ingenua, a ti también te he visto
y me miraste como mira el vidente la imagen terrible
y no dijiste nada de lo que debías decir
y te alejaste como se aleja todo aquello
que ha de migrar al sur en el invierno…
y el invierno era yo.
La tregua – Miguel Ángel Velasco
A Carlos Marzal
Esta noche
todos somos iguales en la plaza,
desparramados cuerpos a la espera
de ese negro rey mago
que escupirá sus bolas de heroína.
Toda la turba acude a la calleja sórdida
y el monarca administra taciturno
la medida ración de muerte en vida.
De nada sirve hoy el láudano del verso,
ni las habitaciones de la música:
te han mirado unos ojos sin amor.
Llegan figuras ávidas
de hombres destruidos y mujeres ajadas.
Te observan extrañados los parias de este mundo
porque en tu rostro aún faltan los estigmas
del alma condenada a su veneno.
Pero esta noche eres
igual a todos ellos, sólo un grano
de este seco racimo que se agolpa en la acera.
Bultos oscuros en los soportales,
con brillos de papel de plata fría
por donde corre trémula la gota
que unos labios persiguen anhelantes,
y al aspirar el humo
se anega el cuerpo en su placenta antigua.
Te alejas afanoso,
tu porción de letargo en el bolsillo,
y sales a la arteria donde bulle,
en la noche del sábado, la multitud festiva.
Te miran unos ojos
al pasar, y no saben
que en tu puño apretado va una tegua
de sombra con la vida.