En sucio y estrecho paraje y oscuro,
ardiendo en el centro su medio pinar,
sentados en torno del fétido muro,
como diez soldados se pueden contar.
Un hombre con ellos de pardo vestido,
hercúleas las formas, de rostro brutal,
los ojos de tigre, mirando torcido:
parece ministro del genio del mal.
Al par de aquel hombre, se ve suspirando
el rostro de un niño, de un ángel de luz:
verdugo, el primero que estamos mirando;
el otro es el bulto del negro capuz.
«Que cante, que cante», le mandan a coro
las férreas figuras que en torno se ven.
Lanzando un bramido terrible, cual toro,
«Que cante», el verdugo repite también.
Quisiera el mancebo, primero que al canto,
dar rienda a la pena, que muere de afán:
mas fuerza le manda, y enjuga su llanto,
y canta, y de muerte sus cantos serán.
A UNA ESTRELLA – JOSÉ DE ESPRONCEDA
¿Quién eres tú, lucero misterioso,
tímido y triste entre luceros mil,
que, cuando miro tu esplendor dudoso,
turbado siento el corazón latir?
¿Es acaso tu luz recuerdo triste
de otro antiguo perdido resplandor,
cuando, engañado como yo, creíste
eterna tu ventura que pasó?
Tal vez con sueños de oro la esperanza
acarició tu pura juventud,
y gloria y paz y amor y venturanza
vertió en el mundo tu primera luz.
Y al primer triunfo del amor primero,
que embalsamó en aromas el Edén,
luciste acaso, mágico lucero,
protector del misterio y del placer.
Y era tu luz voluptüosa y tierna
la que, entre flores resbalando allí,
inspiraba en el alma un ansia eterna
de amor perpetuo y de placer sin fin.
Mas, ¡ay!, que luego el bien y la alegría
en llanto y desventura se trocó:
tu esplendor empañó niebla sombría;
solo un recuerdo al corazón quedó.
Y ahora melancólico me miras,
y tu rayo es un dardo del pesar;
si amor aún al corazón inspiras,
es un amor sin esperanza ya.
¡Ay, lucero!, yo te vi
resplandecer en mi frente,
cuando palpitar sentí
mi corazón dulcemente
con amante frenesí.
Tu faz entonces lucía
con más brillante fulgor,
mientras yo me prometía
que jamás se apagaría
para mí tu resplandor.
¿Quién aquel brillo radiante,
¡oh, lucero!, te robó,
que oscureció tu semblante,
y a mi pecho arrebató
la dicha en aquel instante?
¿O acaso tú siempre así
brillaste, y en mi ilusión
yo aquel resplandor te di
que amaba mi corazón,
lucero, cuando te vi?
Una mujer adoré
que imaginara yo un cielo;
mi gloria en ella cifré,
y de un luminoso velo
en mi ilusión la adorné.
Y tú fuiste la aureola
que iluminaba su frente,
cual los aires arrebola
el fúlgido sol naciente
y el puro azul tornasola.
Y, astro de dicha y amores,
se deslizaba mi vida
a la luz de tus fulgores,
por fácil senda florida,
bajo un cielo de colores.
Tantas dulces alegrías,
tantos mágicos ensueños,
¿dónde fueron?.
Tan alegres fantasías,
deleites tan halagüeños,
¿qué se hicieron?
Huyeron con mi ilusión
para nunca más tornar,
y pasaron,
y solo en mi corazón
recuerdos, llanto y pesar,
¡ay!, dejaron.
¡Ah, lucero!, tú perdiste
también tu puro fulgor,
y lloraste;
también como yo sufriste,
y el crudo arpón del dolor,
¡ay!, probaste.
¡Infeliz!, ¿por qué volví
de mis sueños de ventura
para hallar
luto y tinieblas en ti,
y lágrimas de amargura
que enjugar?
Pero tú conmigo lloras,
que eres el ángel caído
del dolor,
y piedad llorando imploras,
y recuerdas tu perdido
resplandor.
Lucero, si mi quebranto
oyes, y sufres cual yo,
¡ay!, juntemos
nuestras quejas, nuestro llanto;
pues nuestra gloria pasó,
juntos lloremos.
Mas hoy miro tu luz casi apagada,
y un vago padecer mi pecho siente;
que está mi alma de sufrir cansada,
seca ya de las lágrimas la fuente.
¡Quién sabe!… Tú recobrarás acaso
otra vez tu pasado resplandor;
a ti tal vez te anunciará tu ocaso
un Oriente más puro que el del sol.
A mí tan solo penas y amargura
me quedan en el valle de la vida;
como un sueño pasó mi infancia pura,
se agosta ya mi juventud florida.
Astro sé tú de candidez y amores
para el que luz te preste en su ilusión,
y, ornado el porvenir de blancas flores,
sienta latir de amor su corazón.
Yo indiferente sigo mi camino
a merced de los vientos y la mar,
y, entregado en los brazos del destino,
ni me importa salvarme o zozobrar.
Delectación amorosa – Leopoldo Lugones
La tarde, con ligera pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz crisoberilo
una sutil decoración morada.
Surgió enorme la luna en la enramada;
las hojas agravaban su sigilo,
y una araña, en la punta de su hilo,
tejía sobre el astro, hipnotizada.
Poblose de murciélagos el combo
cielo, a manera de chinoso biombo.
Tus rodillas exangües sobre el plinto
manifestaban la delicia inerte,
y a nuestros pies un río de jacinto
corría sin rumor hacia la muerte.
Juan de la Cruz en la noche oscura – Carlos Bousoño
Profunda es esta guerra y combate, porque la paz que espera
ha de ser muy profunda;
y el dolor muy delgado
porque el amor de su esperanza
delgado es, e íntimo.
Y como el alma ha de venir a posesión de dones,
conviene que primero
pobre y vacía de ellos sea.
Pobre, como garganta con sed de muchas aguas,
vacía, como el mundo.
Y como la tiniebla se aposenta en el ojo vacío
del alma vaciada
y en la substancia misma de la duda
terrible del que duda
tiniebla substancial parece y es.
Y como toda tiniebla y toda duda
hace a quien duda de tiniebla y duda,
éste se queda en la tiniebla,
en la tapiada oscuridad,
caído en la trampa, sin salida,
cogido para siempre, temeroso, asustado,
giñapo agazapado en un rincón.
(Así en el fondo del calabozo el prisionero
espera el alzado patíbulo, la horca,
el irrisorio tormento,
o bien, en oscura mazmorra no espera
sino la definitiva soledad
quien ha asaltado el camino,
o violentado a la doncella, o acaso asesinado
a quien la defendió.)
Como con pies atados y amordazada boca
y mano encarcelada y ojo ciego,
violador, asesino, ladrón de camino real,
así está Juan, sin nada o nadie
nunca,
purificado por amor
a nadie,
a nada,
nunca,
crucificado, muerto, tenebroso
y en la tiniebla.
Así.
Un castellano leal – Ángel de Saavedra (Duque de Rivas)
Romance Primero
«Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad como bien nacidos
de mi sangre y casa en pro:
esas puertas se defiendan,
que no ha de entrar, ¡vive Dios!,
por ellas quien no estuviere
más limpio que lo está el sol.
No profane mi palacio
un fementido traidor
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.
Pues si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo,
y Conde de Benavente
si él es Duque de Borbón;
llevándole de ventaja,
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español».
Así atronaba la calle
una ya cascada voz
que de un palacio salía,
cuya puerta se cerró;
y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises,
más bien que timbre, baldón;
y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubiertos de ricas galas,
el gran Duque de Borbón:
el que lidiando en Pavía,
más que valiente, feroz,
gozose en ver prisionero
a su natural señor;
y que a Toledo ha venido
ufano de su traición
para recibir mercedes
y ver al Emperador.
Romance Segundo
En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos;
ante un sillón de respaldo
que, entre bordado arabesco,
los timbres de España ostenta
y el águila del imperio,
de pie estaba Carlos Quinto,
que en España era Primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
De brocado de oro y blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto
dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos;
y la excelsa y noble insignia
del Toisón de oro pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,
descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.
Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero;
y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.
Con el Condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo,
o del trato que dispone
con el rey de Francia preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero;
cuando un tropel de caballos
oye venir a lo lejos
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
En la antecámara suena
rumor impensado luego,
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio,
con el semblante de azufre
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto;
y con balbuciente lengua,
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.
Del español Condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
Y aunque, advertido, procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
El Emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del Conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno
por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho;
mucho al de Borbón le debe,
y es fuerza satisfacerlo:
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.
Y, llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
Romance Tercero
Sostenido por sus pajes,
desciende de su litera
el Conde de Benavente
del alcázar a la puerta.
Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas,
y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.
Eran su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa;
de fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas;
un birretón de velludo
con su cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.
Tan solo de Calatrava
la insignia española lleva;
que el Toisón ha despreciado
por ser orden extranjera.
Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras,
y al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra;
golpe de honor y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.
Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan
abriendo las anchas puertas.
Con grave paso entra el Conde
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.
Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio
sin hacer a nadie ofensa.
Mucho al de Borbón le debe,
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.
Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.
En el sillón asentado
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe
que, comedido, se acerca.
Grave el Conde lo saluda
con una rodilla en tierra,
mas como grande del reino
sin descubrir la cabeza.
El Emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.
Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.
Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:
«Soy, señor, vuestro vasallo;
vos sois mi rey en la tierra,
a vos ordenar os cumple 215
de mi vida y de mi hacienda.
Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.
Mi casa Borbón ocupe,
puesto que es voluntad vuestra,
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca;
que a mí me sobra en Toledo
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores
cuyo solo aliento infesta.
Y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas».
Dijo el Conde; la real mano
besó, cubrió su cabeza,
y retirose, bajando
a do estaba su litera.
Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.
Quedó absorto Carlos Quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.
Romance Cuarto
Muy pocos días el Duque
hizo mansión en Toledo,
del noble Conde ocupando
los honrados aposentos.
Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo,
con su séquito y sus pajes,
orgulloso y satisfecho,
turbó la apacible luna
un vapor blanco y espeso
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo.
A poco rato tornose
en humo confuso y denso,
que en nubarrones oscuros
ofuscaba el claro cielo;
después en ardientes chispas
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos;
y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.
Resonaron las campanas,
conmoviose todo el pueblo,
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.
El Emperador, confuso,
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
mostrando tenaz empeño.
En vano todo; tragose
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.
Aún hoy unos viejos muros,
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.
Letanía del ciego – Carlos Bousoño
Soy como un ciego
RUBÉN DARÍO
Y tú que tanto amas, tanto ríes,
tanto adivinas y conoces tanto,
¿dónde el escudo para que te fíes,
dónde el pañuelo de enjugar tu llanto?
¿Dónde el camino que no veo ahora?
Dímelo o llora y el mirar suprime.
¿Es ya la noche que no tiene aurora?
Dímelo, dime.
Y sin embargo tu vivir empaña
mi vivir con un vaho que es ternura,
que es caliente rumor que me acompaña
la noche oscura.
Y sin embargo con tu mano guías
y a tientas toco lo que apenas veo
y digo acaso para que sonrías
lo que no creo.
Y toco apenas y tu bulto aprendo
y torpe sigo lo que tú me indicas.
Lo que no miro, lo que no comprendo,
tú multiplicas.
Tú multiplicas, o quizás es tu invento
porque lo vea aunque quizá no exista.
Entre la noche de mi pensamiento
dulce es tu vista.
Dulce es tu vista, tu mirar risueño
que mira un llano donde estaba un monte
y que a mi alma de temblor pequeño
llamó horizonte.
Dulce es tu vista que miró aquel lago
y lo llamaba alegre mar bravío.
Tu generoso corazón es mago.
¡Lo fuese el mío!
Mis penas – Francisco Martínez de la Rosa
Pasa fugaz la alegre primavera,
rosas sembrando y coronando amores;
y el seco estío, deshojando flores,
haces apiña en la tostada era.
Mas la estación a Baco lisonjera
torna a dar vida a campos y pastores;
y ya el invierno anuncia sus rigores,
al tibio sol menguando la carrera.
Yo una vez y otra vez vi en mayo rosas,
y la mies ondear en el estío;
vi de otoño las frutas abundosas,
y el hielo estéril del invierno impío.
Vuelan las estaciones presurosas…
¡y solo dura eterno el dolor mío!
La madeja – Carlos Bousoño
En la noche callada,
suspenderse a sí mismo, detenerse,
sonido, voz, pisada
confusión que nos llega,
el laberinto, el otro lado,
la vuelta a la desgracia,
la madeja que no se puede desenredar,
la maraña que nos congrega en meditación,
suspender ese movimiento, ese daño,
ese estupefacto dolor,
parados en la noche profunda,
detenidos en ella,
con una madeja en los dedos,
mirándola, sin poderla entender,
por qué la tengo aquí, por qué estaba,
una mano, una mano tan sólo,
una boca de lobo, que más da, alguna boca,
se interrumpe una sílaba, escisión de una lámina,
por que donde, o el viento,
por qué iba, o lloraba,
por qué estamos aquí,
no me puedo desenredar, ojo que mira desde
el sitio de una lágrima.
Algo pasa en el mundo, algo a mí me sucede,
despegarse es difícil, y una madeja lóbrega,
me asusta una madeja, y no entiendo
Nada de nostalgia – Enrique Molina
El que pueda llegar que llegue
Esta es la sal de las partidas
Una perla de amor insomne
Entre manos desconocidas
Lechos de plumas en el viento
Sólo dormimos en los médanos
Thi la gitana del desierto
En la noche del Aduanero
La gitana con una cítara
Un león la huele como a una flor
Es el sueño feroz y tierno
El olfato de la pasión
Alas de nunca y de inconstancia
A través del cielo se filtran
implacables cuerpos amantes
con sus terribles maravillas.
Todas las llaves abren la muerte
Pero la vida nunca se cierra
¡Todas las llaves abren la puerta
Del puro incendio de la tierra!
La tarde – Carlos Bousoño
Sí, nuestro amor trabaja cual labriego
que arroja la semilla que no nace
y el tiempo pisa y bajo el pie se hace
podredumbre que el viento arrastra luego.
Podredumbre es mi amor. Podrido fuego.
Miro la tarde que en el aire yace
como a la muerte. Lejos se deshace
alguna sombra. Es el mayor sosiego.
Ésta es la tierra en que nacimos. Ésta
en la que viviremos. Triste espía
mi corazón a la dorada cresta
del monte aquél. ¡Ansiada lejanía!
¡Quién pudiera creerte, dulce puesta
de sol; soñarte sólo, cielo, día!