“Mater dolcissima, ahora desciende la niebla,
el Naviglio choca confusamente sobre los diques,
los árboles se hinchan de agua, arde la nieve;
no estoy triste en el norte, no estoy
en paz conmigo mismo, pero no espero
el perdón de ninguno, muchos me deben lágrimas
de hombre a hombre. Sé que no estás bien, que vives
como todas las madres de los poetas, pobre
y escasa en tu provisión de amor
por los hijos lejanos. Hoy soy yo
quien te escribe.” Finalmente, dirás, dos palabras
de aquel muchacho que se fugó de noche, con una capa corta
y algunos versos en el bolsillo. Pobre, tan impetuoso,
lo matarán cualquier día, en cualquier lugar.
“Claro, lo recuerdo, fue de aquella gris estación
de trenes que llevábamos almendras y naranjas
a la desembocadura del Imera, el río lleno de urracas,
de sal, de eucaliptos. Pero ahora te agradezco,
es mi deseo, la ironía que has puesto
en mis labios, suave como la tuya.
Aquella sonrisa me ha salvado de llanos y dolores.
y no importa si ahora derramo lágrimas por ti,
por todos aquellos que como tú esperan
quién sabe qué. Ah, gentil muerte
no se te ocurra tocar el reloj de la cocina que suena en el muro
toda mi infancia ha pasado sobre el esmalte
de su marco, sobre aquellos diseños floridos:
no toques las manos, el corazón de los viejos.
¿Pero acaso alguno responde? Oh muerte de piedad,
muerte de pudor.
Adiós, querida. Adiós mi dolcissima mater.”