Valiente en la medida de su maldad,
la gota se arriesga
a perforar la montaña
en los próximos cien mil años.
Archivos Mensuales: febrero 2024
Tierra de ángeles – Antonio Cisneros
Aquí tenninan los álamos.
El tranvía ha llegado a la frontera.
Ni un alma entre las torres.
Ni una torre.
(Chilla un gato en la niebla como un niño peruano).
El muro inacabable de ladrillos
repetidos y rojos como un ojo de mosca,
el café sin ventanas contra un aire de plomo
(fue el café),
la mala yerba en la cerca oxidada
(fue el jardín),
el poste de madera con su lámpara rota
(fue la luz).
Carbón sin brasa, no guardas ni la muerte.
Te sobrevive apenas ese gato
oculto tras la sombra del borracho que cruzó la frontera
en pos de los tranvías amarillos.
La noche en blanco – José Emilio Pacheco
Viene la noche con su gran manto de espinas
a dormir en la cama de los insomnes.
Y a falta de esa muerte provisional,
de esa honda ausencia donde flota el cuerpo,
esa novela que urde en blanco el silencio,
deja en la mente la conciencia trágica,
el archivo salvaje, la foto ilesa,
la vuelta intolerable de todo aquello.
de lo que no quisieran ni acordarse.
Contemplé tanto – Constantino Cavafis
Contemplé tanto la belleza,
que mi visión le pertenece.
Líneas del cuerpo. Labios rojos. Sensuales miembros.
Cabellos como copiados de las estatuas griegas;
hermosos siempre, incluso despeinados,
y caídos apenas, sobre las blancas sienes.
Rostros del amor, tal como los deseaba
mi poesía... en mis noches juveniles,
en mis noches ocultas, encontradas...
Tierra de Nadie – José Emilio Pacheco
En la ignorancia a medias de un idioma,
ya que el dominio es imposible,
las palabras demuestran estar hechas
de la esencia del mundo y la poesía.
Pienso en dirt, por ejemplo:
«barro, lodo, tierra,
polvo, suelo, mugre,
suciedad, obscenidad,
bajeza, vileza.»
Suciedad de la tierra, tumba y matriz.
Basura sagrada
que amasaron plantas y huesos.
Putrefacción en que nos da la vida la muerte.
Extraño llamar «Tierra» al planeta errante
en donde navegamos siempre en tinieblas
y a la materia de la que sale todo
y todo regresa.
La tierra baldía, la tierra prometida,
la tierra de nadie.
Los sueños malos – Antonio Machado
Está la plaza sombría;
muere el día.
Suenan lejos las campanas.
De balcones y ventanas
se iluminan las vidrieras,
con reflejos mortecinos,
como huesos blanquecinos
y borrosas calaveras.
En toda la tarde brilla
una luz de pesadilla.
Está el sol en el ocaso.
Suena el eco de mi paso.
– ¿Eres tú? Ya te esperaba...
– No eres tú a quien yo buscaba.
Friso de la batalla – José Emilio Pacheco
Me doy, grita el vencido.
Es decir: te pertenezco, renuncio
a mi identidad y a mi dignidad,
a mi condición humana. Desciendo
a res (en español y latín): bestia, cosa,
animal que puedes uncir al yugo
o bien sacrificarlo en el altar de tu triunfo.
El vencedor, en la ebriedad de si mismo,
no alcanza a ver la sombra que proyecta su víctima:
la espada
de la venganza, el espectro
del guerrero que se dispone
para ser otra vez verdugo
de quien creyó eterno su poderío
y sin embargo muy pronto
dirá también: me doy
y bajará la cabeza,
humildemente como el lobo vencido.
El mal invitado – Pedro Salinas
Quedarme aquí
en esta casa
donde estoy de paso.
Y lo que cogen los ojos
con torpe prisa de avaro
—ángulo, relumbre en sombra,
hoja y cielo en la almohada—,
visto al fulgor del momento,
y lo agavillan ansiosos
para llevárselo,
verlo despacio,
a luz de sol y de luna,
a luz de estío y otoño,
a luz de goce y de pena.
Verlo tanto
que esto que me queda ahora
clavado e inolvidable
como el más alto cantar,
esto, que nunca se olvidará
en mí porque fue del tiempo,
de tan mío, de tan visto,
de tan descifrado, fuera,
eternidad, lo olvidado.
En la República de los Lobos – José Emilio Pacheco
En la República de los Lobos
nos enseñaron a aullar.
Pero nadie sabe
si nuestro aullido es amenaza, queja,
una música de forma incomprensible
para quien no sea lobo;
un desafío, una oración, un discurso,
o un monólogo solipsista.
Divertimento – Blanca Varela
Playa nocturna
donde el sol llega caminando sobre sus manos,
fresco, cabalgando como el viejo caballo de la plaza
todo de madera y rojo,
como un campanario sobre el mar y sus estatuas,
claros apóstoles con la boca abierta
y el paladar negro de tanto hablar con Dios
y de beberlo en la mañana
a verdes tragos,
sorprendiéndolo entre las gaviotas,
porque él es el pingüino macho de ojos salados
o la vieja tortuga
cuyo amor ilumina el bosque.
Y llega el sol
y el dolor en la playa es una mujer con barbas,
el esfuerzo pasado,
y no este piano en la arena
ni Mozart desnudo
como una niña arrebatada y libre
jugando al escondite con su sombra
y con la sombra de todos
y con la muerte
que se deshace en sonrisas en este falso jardín,
en el único día,
el inesperado,
el que cae como una manzana sobre la cabeza.
¡Voilà! Soy dulce, dice,
pero mañana romperemos el espejo,
robaremos al ladrón,
educaremos al demonio,
y el tiempo vuela,
y Mozart vuela
y no vuelve sino a oscuras
espectral y terrible
en asambleas de hombres tristes.
Escuchemos al caballo,
matemos al apóstol,
y amémonos sólo así,
con la boca abierta y tan jóvenes,
estudiando al pingüino,
muy lejos del tormento
y del cielo colosal e inflexible.