Las manos – José Watanabe

Mi padre vino desde tan lejos
cruzó los mares,
        caminó
        y se inventó caminos,
hasta terminar dejándome sólo estas manos
y enterrando las suyas
             como dos tiernísimas frutas ya apagadas.

Digo que bien pueden ser éstas sus manos
encendidas también con la estampa de Utamaro
                               del hombre tenue bajo la lluvia.

Sin embargo, la gente repite que son mías
aunque mi padre
multiplicó sus manos
         sólo por dos o tres circunstancias de la vida
o porque no quiso que otras manos
              pesasen sobre su pecho silenciado.

Pero es bien sencillo comprender
         que con estas manos
también enterrarán un poco a mi padre,
                 a su venida desde tan lejos,
         a su ternura que supo modelar sobre mis cabellos
cuando él tenía sus manos para coger cualquier viento,
                                      de cualquier tierra.

Secreto – Luis García Montero

NOS pusimos de acuerdo.
Yo esperaba sin prisa por la esquina,
me hacía el despistado,
hablaba con el niño y los borrachos,
encendía un cigarro o compraba el periódico.
Aparenté no verte
llegar casi sin prisa,
arreglarte un momento en el descapotable,
abrir la puerta,
subir hasta el segundo.
Yo despisté al portero de las barbas rojizas,
y allí,
sin los silencios
del joven que se enfrenta,
sin tu arbolado anillo de goleta
que surca el matrimonio,
a pesar de tus pieles y mi piel,
nos pusimos de acuerdo.

La primera mujer que recorrió mi cuerpo… – Francisco Hernández

La primera mujer que recorrió mi cuerpo
tenía labios de maga: labios verdes y azules,
con sabor a fruto silvestre,
con señales indescifrables como la miel o el aire.
Muchas veces incendió mis cabellos con siete granos y
siete aguas, con ensalmos que sonaban a campanillas
de barro, con nubes de copal que se mezclaban al embrión
que recorría mi frente coronada por ramos de albahaca.
Toda la noche ardía la pócima bajo mi cama.
Al día siguiente, un niño nacido después de mellizos
la arrojaba al río, de espaldas, para no ver el sitio
donde caía ni el vuelo repentino de los zopilotes.
Entre tanto, mi madre me contaba
lo que Colmillo Blanco no sabía de la nieve
y el recuerdo del mar era un espejismo bajo la sábanas.

Canción – Eugenio Montejo

Cada cuerpo con su deseo
y el mar al frente.
Cada lecho con su naufragio
y los barcos al horizonte.

Estoy cantando la vieja canción
que no tiene palabras.
Cada cuerpo junto a otro cuerpo,
cada espejo temblando en la sombra
y las nubes errantes.

Estoy tocando la antigua guitarra
con que los amantes se duermen.
Cada ventana en sus helechos,
cada cuerpo desnudo en su noche
y el mar al fondo, inalcanzable.

Desolación – Gabriela Mistral

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que son míos;
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos.

Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras de oro mi vieja madre canta.

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no encuentro los instantes,
porque la «noche larga» ahora tan solo empieza.

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que vine para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis cristales;
¡siempre será su altura bajando de los cielos!

Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.

El cansancio – Chantal Maillard

El cansancio. De nuevo, el
cansancio. El esfuerzo por
sobrevivir. Reiterado

Observar las nubes.
Dentro.
Barrer.
Dentro.

Elegir quedar.

                       Toda nube
lleva una trayectoria. Asumir
la trayectoria. Imposible
barrer todo siempre. Está el
cansancio.

                  Aunque también el de
las trayectorias. De ver pasar las nubes.
También ese cansancio.

                             Entonces,
por un momento, ahora.
Sin voluntad. Y casi está bien.
Hasta pensar el estar bien y convertirlo
en nube. En trayectoria.

Exceso de vida – Juan Antonio González Iglesias

Desde que te conozco tengo en cuenta la muerte.
Pero lo que presiento no se parece en nada
a la común tristeza. Más bien es certidumbre
de la totalidad de mis días en este
mundo donde he podido encontrarme contigo.
De pronto tengo toda la impaciencia de todos
los que amaron y aman, la urgencia incompartible
de los enamorados. No quiero geografía
sino amor, es lo único que mi corazón sabe.
En mi vida no cabe este exceso de vida.
Mejor, si te dijera que medito las cosas
(fronteras y distancias) en los términos propios
de la resurrección, cuando nos alzaremos
sobre las coordenadas del tiempo y el espacio,
independientemente del mar que nos separa.
Sueño con el momento perfecto del abrazo
sin prisa, de los besos que quedaron sin darse.
sueño con que tu cuerpo vive junto a mi cuerpo
y espero la mañana en la que no habrá límites.

Habitante amoroso – Juan Bañuelos

Apenas la noche ha cerrado su sombra completa.
Lo que suena después no es el río
Ni las hojas del aire ni el pez de la niebla.
Es la hambrienta distancia que llega rompiendo las aguas
y el monte que cede al recuerdo y te nombra
Lo que el tiempo nos niega,
lo que arranca el deseo,
lo que acecha a mis venas
es saber que te hallas tan sola
en el viento y el yeso callado que muere
en tu boca.

Ay no saber que esta historia
tiene sólo en el musgo las letras
con que escribo en la roca,
y sentir que en el puente que une tus cejas
mi destino crascita zozobra.

Habitante del frío,
tañedor de la ausencia,
lo que en llama es magnolia
te hace víscera el llanto escondido,
te hace espada la hoja del tiempo
que el dolor en amor nos ahonda.
Porque salgo a la noche y te llamo
y llorabas y el aire afligido
y el espanto tan tierno y mi cuarto
y tu boca qué enjambre
qué enjambre de húmedas sombras.