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Regresos – Wislawa Szymborska

Volvió. No dijo nada.
Pero era evidente que sufría alguna contrariedad.
Se acostó vestido.
Se tapó la cabeza con una manta.
Se acurrucó.
Cuarentón, pero no ese momento.
Está, pero como se está en el vientre de la madre,
envuelto en siete pieles, en protectora oscuridad.
Mañana pronunciará una conferencia sobre la homeostasis
aplicada a la cosmonáutica metagaláctica.
Por ahora, hecho un ovillo, duerme.

Nada dos veces – Wislawa Szymborska

Nada sucede dos veces
y es lo que determina
que nazcamos sin destreza
y muramos sin rutina.

No por ser el más obtuso
en la escuela de lo humano
puedes repetir el curso
de invierno o de verano.

Ningún día se repite,
ni dos noches son iguales
ni dos besos parecidos,
ni dos citas similares.

Hace poco por tu nombre
alguien te llamó de cerca,
pensé que caía una rosa
desde tu ventana abierta.

Hoy tu mirada rehúyo,
clavo la mía en la hiedra.
¿Rosa? ¿Qué es una rosa?
¿Es una flor? ¿Una piedra?

¿Por qué el instante presente
vértigo y pena procura?
Hoy siempre será mañana:
es y será su hermosura.

Entre sonrisas y abrazos
verás que la paz se fragua,
aunque seamos distintos
cual son dos gotas de agua.

El odio – Wislawa Szymborska

Miren qué buena condición sigue teniendo
qué bien se conserva
en nuestro siglo el odio.
Con qué ligereza vence los grandes obstáculos.
Qué fácil para él saltar, atrapar.

No es como otros sentimientos.
Es al mismo tiempo más viejo y más joven.
Él mismo crea las causas
que lo despiertan a la vida.
Si duerme, no es nunca un sueño eterno.
El insomnio no le quita la fuerza, se la da.

Con religión o sin ella,
lo importante es arrodillarse en la línea de salida.
Con patria o sin ella,
lo importante es arrancarse a correr.
Lo bueno y lo justo al principio.
Después ya agarra vuelo.
El odio. El odio.

Su rostro lo deforma un gesto
de éxtasis amoroso.

Ay, esos otros sentimientos,
debiluchos y torpes.
¿Desde cuando la hermandad
puede contar con multitudes?
¿Alguna vez la compasión
llegó primero a la meta?
¿Cuántos seguidores arrastra tras de si la incertidumbre?
Arrastra solo el odio, que sabe lo suyo.

Talentoso, inteligente, muy trabajador.
¿Hace falta decir cuantas canciones ha compuesto?
¿Cuántas páginas de la historia ha numerado?
¿Cuántas alfombras de gente ha extendido,
en cuántas plazas, en cuántos estadios?

No nos engañemos,
sabe crear belleza:
espléndidos resplandores en la negrura de la noche.
Estupendas humaredas en el amanecer rosado.
Difícil negarle patetismo a las ruinas
y cierto humor vulgar
a las columnas vigorosamente erectas entre ellas.

Es un maestro del contraste
entre el estruendo y el silencio,
entre la sangre roja y la blancura de la nieve.
Y ante todo, jamás le aburre
el motivo del torturador impecable
y su victima deshonrada.

En todo momento, listo para nuevas tareas.
Si tiene que esperar, espera.
Dicen que es ciego. ¿Ciego?
Tiene el ojo certero del francotirador
Y solamente él mira hacia el futuro
con confianza.

Torturas – Wislawa Szymborska

No ha cambiado nada.
El cuerpo duele,
debe de comer y respirar aire, y dormir,
tiene la piel fina y justo debajo de ella, sangre,
tiene una buena cantidad de dientes y uñas,
sus huesos son frágiles, las articulaciones extensibles.
En las torturas todo esto se toma en consideración.

Nada ha cambiado.
El cuerpo tiembla como temblaba
antes de la fundación de Roma y también después,
en el siglo veinte antes y después de Cristo,
las torturas son como eran, sólo la tierra ha empequeñecido
y cualquier cosa que pasa, es como en la casa del vecino.

No ha cambiado nada.
Sólo que hay más gente,
junto a las viejas culpas aparecieron nuevas,
reales, provocadas, momentáneas y ningunas,
mas el grito con el que el cuerpo responde por ellas
era, es y será el grito de la inocencia,
según la escala y el registro eternos.

No ha cambiado nada,
quizá solo modales, ceremonias, bailes.
El gesto de las manos protegiendo la cabeza,
sin embargo, sigue siendo el mismo.
El cuerpo se retuerce, forcejea y arranca,
derribado cae, dobla las rodillas,
se amorata, se hincha, babea y sangra.

No ha cambiado nada.
Excepto el curso de los ríos,
la línea de los bosques, las costas, los desiertos y los glaciares.
Entre esos paisajes la pequeña alma deambula,
desaparece, vuelve, se acerca, se aleja,
extraña para sí misma, intocable,
una vez segura y otra vez insegura de su existencia,
mientras que el cuerpo está, está y está
y no tiene donde guarnecerse.

Despedida de un paisaje – Wislawa Szymborska

No le reprocho a la primavera
que llegue de nuevo.
No me quejo de que cumpla
como todos los años
con sus obligaciones.

Comprendo que mi tristeza
no frenará la hierba.
Si los tallos vacilan
será sólo por el viento.

No me causa dolor
que los sotos de alisos
recuperen su murmullo.

Me doy por enterada
de que, como si vivieras,
la orilla de cierto lago
es tan bella como era.

No le guardo rencor
a la vista por la vista
de una bahía deslumbrante.

Puedo incluso imaginarme
que otros, no nosotros,
estén sentados ahora mismo
sobre el abedul derribado.

Respeto su derecho
a reír, a susurrar
y a quedarse felices en silencio.

Supongo incluso
que los une el amor
y que él la abraza a ella
con brazos llenos de vida.

Algo nuevo, como un trino,
comienza a gorgotear entre los juncos.
Sinceramente les deseo
que lo escuchen.

No exijo ningún cambio
de las olas a la orilla,
ligeras o perezosas,
pero nunca obedientes.
Nada le pido
a las aguas junto al bosque,
a veces esmeralda,
a veces zafiro,
a veces negras.

Una cosa no acepto.
Volver a ese lugar.
Renuncio al privilegio
de la presencia.

Te he sobrevivido suficiente
como para recordar desde lejos.

Estoy demasiado cerca – Wislawa Szymborska

Estoy demasiado cerca para que él sueñe conmigo.
No vuelo sobre él, de él no huyo
Entre las raíces arbóreas. Estoy demasiado cerca.
No es mi voz el canto del pez en la red.
Ni de mi dedo rueda el anillo.
Estoy demasiado cerca. La gran casa arde
Sin mí gritando socorro. Demasiado cerca
para que taña la campana en mi cabello.
Estoy demasiado cerca para que pueda entrar como un huésped
que abriera las paredes a su paso.
Ya jamás volveré a morir tan levemente,
tan fuera del cuerpo, tan inconsciente,
como antaño en su sueño. Estoy demasiado cerca,
demasiado cerca. Oigo el silbido
y veo la escama reluciente de esta palabra,
petrificada en abrazo. Él duerme,
en este momento, más al alcance de la cajera de un circo
ambulante con un solo león, vista una vez en la vida,
que de mí que estoy a su lado.
Ahora, para ella crece en él el valle
de hojas rojas cerrado por una montaña nevada
en el aire azul. Estoy demasiado cerca,
para caer del cielo. Mi grito
sólo podría despertarle. Pobre,
limitada a mi propia figura,
mas he sido abedul, he sido lagarto,
y salía de tiempos y damascos
mudando los colores de mi piel. Y tenía
el don de desaparecer de sus ojos asombrados,
lo cual es la riqueza de las riquezas. Estoy demasiado cerca,
demasiado cerca para que él sueñe conmigo.
Saco mi brazo que está debajo de su cabeza dormida,
Mi brazo dormido, lleno de agujas imaginarias.
En la punta de cada una de ellas, para su recuento,
Se han sentado ángeles caídos.

Las cartas de los difuntos – Wisława Szymborska

Leemos las cartas de los difuntos como impotentes dioses,
pero dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas posteriores.
Sabemos qué dinero no ha sido devuelto.
Con quién se casaron rápidamente las viudas.
Pobres difuntos, inocentes difuntos,
engañados, falibles, ineptamente precavidos.
Vemos los gestos y las señas que hacen a sus espaldas.
Cazamos con el oído el rumor de los testamentos rotos.
Están sentados frente a nosotros, ridículos, como en panecillos con mantequilla,
o se echan a correr tras los sombreros que vuelan de sus cabezas.
Su mal gusto, Napoleón, el vapor y la electricidad,
sus mortales curas para enfermedades curables,
el insensato Apocalipsis según San Juan,
el falso paraíso en la tierra según Juan Jacobo…
Observamos en silencio sus peones en el tablero,
sólo que tres casillas más allá.
Todo lo previsto por ellos salió de una manera totalmente diferente,
o un poco diferente, es decir, también totalmente diferente.
Los más diligentes nos miran ingenuamente a los ojos,
porque hacían cuenta de que encontrarían en ellos la perfección.

Fin y principio – Wislawa Szymborska

Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.

Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres.

Alguien debe meterse
entre el barro, las cenizas,
los muelles de los sofás,
las astillas de cristal
y los trapos sangrientos.

Alguien tiene que arrastrar una viga
para apuntalar un muro,
alguien poner un vidrio en la ventana
y la puerta en sus goznes.

Eso de fotogénico tiene poco
y requiere años.
Todas las cámaras se han ido ya
a otra guerra.

A reconstruir puentes
y estaciones de nuevo.
Las mangas quedarán hechas jirones
de tanto arremangarse.

Alguien con la escoba en las manos
recordará todavía cómo fue.
Alguien escuchará
asintiendo con la cabeza en su sitio.
Pero a su alrededor
empezará a haber algunos
a quienes les aburra.

Todavía habrá quien a veces
encuentre entre hierbajos
argumentos mordidos por la herrumbre,
y los lleve al montón de la basura.

Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.

En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.

Las cuatro de la madrugada – Wislawa Szymborska

Hora entre la noche y el día.
Hora de un costado al otro.
Hora para treintañeros.

Hora preparada para el canto del gallo.
Hora cuando la tierra nos ignora.
Hora cuando sopla el viento de astros apagados.
Hora de y-si-de-nosotros-no-quedara-nada.

Hora hueca.
Sorda, vana.
Fondo de todas las horas.

Nadie está bien a las cuatro de la madrugada.
Si las hormigas están bien a las cuatro de la madrugada
démosles la enhorabuena. Y que lleguen a las cinco,
si hemos de seguir viviendo.

Cielo – Wislawa Szymborska

Haber empezado por ahí: el cielo.
Ventanas sin alféizar, sin marco, sin cristales.
Un hueco y nada más,
pero abierto de par en par.

No tengo que esperar una noche clara
ni levantar la cabeza
para observar el cielo.
Lo tengo detrás, a mano, sobre mis párpados.
El cielo me envuelve herméticamente
y me eleva en el aire.

Ni las montañas más altas
están más cerca del cielo
que los valles más hondos.
En ningún lugar hay más cielo
que en otro.
La nube está tan cruelmente aplastada
por el cielo como una tumba.
El topo está en el séptimo cielo
como la lechuza que bate sus alas.
Aquello que cae al abismo
cae también del cielo al cielo.

Arenosas, fluidas, rocosas,
radiantes y volátiles
superficies de cielo, migajas de cielo,
bocanadas y cúmulos de cielo.
El cielo es omnipresente
hasta en la penumbra bajo mi piel.

Como cielo, defeco cielo.
Soy trampa en otra trampa,
habitante habitado,
abrazo abrazado,
pregunta en respuesta a una pregunta.

La división en el cielo y la tierra
no es la forma adecuada
de pensar en el todo.
Permite tan sólo sobrevivir
bajo una dirección más exacta
más fácil de encontrar
si alguien quisiera buscarme.
Mis señas de identidad
son el encanto y la desesperación.