Madre,
extraño rostro de una diosa
sobre mi casa de leche,
el delicado asilo,
te consumí.
Toda mi necesidad te
tragó como una comida.
Lo que dabas
lo recuerdo en un sueño:
los brazos con las pecas me agobiaban,
la risa en algún sitio sobre mi gorro de lana,
los dedos sangrientos atando mis zapatos,
los pechos colgando como dos murciélagos
y después lanzados sobre mí,
agachándome.
Los pechos que conocí a medianoche
golpean en mí ahora como el mar.
Madre, meto abejas en mi boca
para evitar tragar
pero eso no te sirve de nada.
Al final te cortaron los pechos
y corrió leche de ellos
en la mano del cirujano
y él los abrazó.
Yo los tomé
y los planté.
Yo he puesto un candado
a tu alrededor, madre, querida muerta humana,
y tus grandes campanas,
los queridos ponis blancos,
pueden irse a galopar, galopar,
estés donde estés.