Ya no había oficialmente ingleses en la India
cuando mi padre decidió irse a Simla
y comprar una antigua casa de residentes británicos,
una casa en la falda de la montaña, envejecida.
Dio clases de lengua y trabajó en sus estudios
sobre budismo y cultura hinduista.
Tenía pocos amigos y por la tarde, en un viejo
bar que daba al valle, bebía unos güisquis
sin hielo. Miraba el paisaje, los montes,
creía en ángeles extraños que pasaban
de cuando en cuando por las alturas del mundo,
que debían ser también las alturas de la mente…
¿Gozosamente cansado de todo, del sueño, de la vida?
Dejó escritos bizarros sobre filosofía zen,
tenía un par de amigos jóvenes que le traían té
y buscaban fuentes por monasterios y viejas bibliotecas…
Nadie lo entendimos nunca muy bien.
Era un buscador, un explorador inmóvil.
Dejó un epitafio que ahora lo cubre:
«No pedí venir ni he pedido largarme.
Pero escucha: irse es mejor que permanecer.»