El silencio.
Los pasos sordos.
Los murmullos desconocidos.
El crujido seco.
La habitación fría.
Las puertas cerradas.
La casa limpia.
La alegría perdida.
El suelo vacío.
Tu ruido.
Tu ruido apagado.
El silencio.
Los pasos sordos.
Los murmullos desconocidos.
El crujido seco.
La habitación fría.
Las puertas cerradas.
La casa limpia.
La alegría perdida.
El suelo vacío.
Tu ruido.
Tu ruido apagado.
Yo amo a una mujer
que me incomoda, que me
hace cuestionar los tamaños de
los planetas cuando choca contra
el mío y no se mueve.
Yo amo a una mujer
que es silencio, a quien solo
entiendo cuando no habla o
cuando lo hace tan despacio que
le respondo en un sitio diferente.
Yo amo a una mujer
que sufre, que sabe llorar y eso
me gusta, que sabe callar y eso
es necesario, que sabe gritar solo
donde hace falta y eso, eso la hace cierta.
Yo amo a una mujer
que no me obliga, que sabe saltar
y caer en otro sitio, que no se queda
en los lugares que la dañan, que me
deja dormir con mi tristeza y despertar con ella.
Yo amo a una mujer
que escoge las palabras, que las cuida
y acaricia igual que a mis problemas,
que las repasa con el mismo dedo
con el que se quita la lágrima el día en el que
todo es demasiado. Una mujer
que respeta las letras y sabe colocar
los espacios necesarios, una mujer
que me enseña cómo respira el aire.
Yo amo a una mujer
con un idioma propio, que se inventa
mis preguntas, que me clava las uñas
solo para salir a coger aire, una mujer
que tiene en su lengua el único idioma que conozco.
Yo amo a una mujer
que me ama, y eso es solo coincidencia,
eso es solo un acierto colocado a tiempo
por las montañas que nos rodean,
ni siquiera es suerte, no,
eso es solo lo que le contaré a mi futuro
cuando mi pasado pregunte por qué ella,
por qué tan fácil.
Yo amo a una mujer
que me ama
porque la mujer que yo amo
es mucho más que todo esto.
Hablamos tanto de la lluvia
que un trueno acabó atravesándome la garganta
y tuve que escapar.
Tu vida o tu corazón, me dijo alguien,
quiero pasar mi vida en el suyo, le dije yo,
pero eso no era posible,
era tan imposible como un amor platónico cumplido,
como tú y yo cumplidas,
como tú,
como pedirte que te quedaras después
o vinieras antes,
como mantenerte encendida
al otro lado de la calle
viéndote por la noche sin poder tocarte
y no consumirme en el esfuerzo
de querer tu imposibilidad
al lado de mi almohada,
como negarte a ti
y no negarme a mí en el intento,
como olvidar tu pelo,
como fingir que no estás
detrás de cada palabra que me perturba,
como pretender saber
no echarte de menos
y conseguirlo,
como asentir
creyendo que es cierto
eso de que es el frío
el que hace las ausencias más largas
cuando ahora la única que existe es la tuya
en medio de este incendio de cenizas.
Te acabas de ir
y tus ruidos ya se escuchan por las noches.
Era tan imposible
—tan
imposible
como
pedirte
que
te
quedaras
conmigo—.
La tormenta me sorprendió contigo atrapada en la mirada,
lanzando botellas al mar llenas de besos
que nunca llegaban, que se extraviaban, que se equivocaban de puerto,
que se rompían intentando llegar a mi boca
y confundían mis barcos y me llenaban de cristales los labios
que, pegados a la ventana,
congelados,
solo esperaban verte aparecer.
Y entonces un día me dejé vencer,
olvidé dónde buscarte,
comencé a despegar
tus nudillos de mis pulmones,
me eché la sal de tu sudor perdido
en los ojos,
prohibí tu olor en mis domingos
y escribí todos los antónimos
de tu nombre en mis ventrículos,
si no te olvido a ti
no les olvidaré a ellos,
y al final lo único que quedó
fue un miedo tan inmenso como inconfesable
y un deseo,
solo quería marcharme de ahí y dejar de esperarnos,
irme lejos, pensando que lejos es donde no estás,
sin darme cuenta de que donde realmente estás es en mí,
y que no te irás hasta que yo lo decida.
Pero empezaba a tener frío
y tú no venías a curármelo,
así que tuve que pedirte sin decírtelo
que me volvieras a dejar en tierra y siguieras con tu vuelo,
pero antes quise hablarte del cielo que te rodea,
de que cuando hablas realmente creo
que los relojes carecen de sentido
si no es para pararlos y escucharte un rato más
—solo un ratito más, lo juro—,
que tuve todos los continentes en mis bolsillos
después de tu abrazo
porque cuando tú respiras
el mundo, a veces, se paraliza,
y otras, en cambio, se tambalea,
pero eso es algo que solo entendemos
los que hemos visto a la poesía perder las comillas,
que tu risa astilla las penas
y que aunque nos encontráramos en medio de una guerra
que por no querer luchar terminamos perdiendo,
encontré la paz en tus maullidos,
y fuiste algo así como volver a casa
por primera vez
después de perder mil batallas en la espalda.
Quise decirte que mi papel
siempre se redujo a contemplarte desde lejos
y volverte tinta,
que pudimos
y aunque no fuimos
siempre seremos
—ojalá entiendas eso—,
que nos hicimos el amor
una noche que llovimos
y por eso te llevaré conmigo
siempre.
Que ojalá la huida
hubiera sido de tu cama a la mía,
que ojalá la lucha
se hubiera reducido a morderte las caderas
y no a este cansancio
lleno de ojeras mudas,
que ojalá volviera a verte
cada invierno de mi vida
y vieras que contigo nunca tuve prisa
porque conocerte es viajar y besar
dulce y lento
un día de invierno
llenas de frío por fuera
y de amor por dentro.
Y que ojalá sonrías
y no te culpes
ni te castigues:
tú cambias vidas,
pero no destinos.
Hay una tristeza inherente a las cosas
que las hace bellas
y no quiero llegar a comprender nunca.
Hoy he tenido un sueño triste
y he despertado en una cama carente de nada,
en unas sábanas blancas y tristes,
y en el balcón mis plantas me miraban tristes.
He salido a la calle y era pronto.
Los domingos por la mañana
Madrid se pone más bonita que nunca:
pasearla así ha sido como ver una estrella fugaz,
y me ha parecido todo tan triste
que me he puesto la canción más triste de mi cabeza
y he deseado la soledad.
Me he acordado
de todo lo que he olvidado
y he maldecido el paso del tiempo por un momento;
después he leído que la mujer de Cortázar
tenía los ojos azules y apenados,
y el mundo me ha parecido algo más sencillo,
pero también más triste.
Los fantasmas también quieren flores,
pero la gente solo tiene miedo.
He visto a una pareja sentarse separada
en el metro
con los ojos a un centímetro de distancia,
a una niña reírse a carcajadas de una verdad,
dos manos besarse en una terraza,
una tierra abandonada a través de una ventana
y a alguien pensar en otra vida,
y me he puesto triste
al verme en todos ellos.
Después,
he vuelto a casa,
a mi refugio blanco y triste,
a mi paz en calma culpable,
al fin de cada comienzo,
y te he mirado tranquila y bella,
en el sofá y en tu universo
de estrella fugaz,
y he dejado toda la tristeza en la puerta.
No debe ser casualidad
que aparezcas siempre
en otro tiempo y en otra distancia,
ajena a lo que ocurre en el momento.
Parece que la vida te coloca justo ahí
donde las cosas no se caen, no desaparecen,
solo se mantienen impasibles
a los amores que no tienen que ver contigo.
Dime, ¿cómo es posible que aún te lleve
aquí atravesada en el estómago
y me robes el aliento que ya nunca más te roza?
Soy una isla.
Todos quieren llegar,
traerse un libro,
algo de comida
y un amor.
Imaginan los árboles,
piensan en el mar que no se vacía,
son capaces de tumbarse sobre
mi arena
y dejarse ser por completo
porque es terriblemente sencillo:
en mí no existen los espejos,
cuido con esmero la contracción del paisaje,
acaricio el pasado y los errores ajenos,
marco el camino y no el tesoro
y me mantengo siempre estática,
sin hacer ruido, sin causar peligro,
esperando el golpe con las palmas abiertas.
Es fácil querer llegar.
Querer quedarse es igual de fácil
que ahogarse en una gota
de agua.
Es así: todos quieren llegar
y, sin embargo,
todos quieren irse
en el momento en el que llegan.
Quizá sea por el olor a polvo que me cubre,
por el viento que va dejando partes de mí
en cada trozo de tierra que piso
y me devuelve incompleta a la orilla,
por el cansancio de mis ojos
que siempre están en otra parte
o, quizá, porque nadie quiere vivir
en un lugar deshabitado.
Nadie quiere estar en una isla desierta
cuando se hace de noche.
Caminas descalza
como si supieras de qué está hecho el mundo
y quisieras darle forma con la curva de tus pies,
bailándolo a tu antojo
como bailas mis días,
haciendo que al resto
se nos claven tus huellas
en lo que nos queda de ojos
después de mirarte,
y no podamos sino seguirte.
A veces sonríes,
y el mundo se abre con tu boca,
como cuando bostezas
y tiras por la borda
cualquier amago de abandonarte,
porque la paz está ahí,
entre tus dientes,
cuando me muerdes el corazón
y te lo tragas,
y yo respiro.
Me miras
noventa y nueve veces al día
como si yo fuera lo único que se interpusiera
entre la realidad y tus ojos,
me conviertes en tu filtro
y dices que a través de mí
el mundo se ve más bonito,
y son cien las veces que yo te miro de vuelta
preguntándome
qué diablos será eso que te convierte en cielo
y despeja mis tormentas,
que te hace sujetarme
cuando decido precipitarme
o dejarme la garganta
en mil silencios,
qué esconde mi boca
para que mientras me besas
solo pienses en el siguiente beso,
qué verás
en mi pelo alborotado al despertar
para que quieras acariciármelo así,
como si estuviera herido
y tú supieras exactamente
qué hacer
para salvarlo,
-preguntándome
qué diablos
tendré
para
ser
lo
único
que
ves
cuando
miras
al
mundo-.
Me masturbas el alma
a dos manos
-cómo no voy a creerme
que tus dedos
me esconden-,
me pones de espaldas
y te dejas
entera
dentro de mí
-así pasa ahora,
que te llevo a todas partes-,
te vuelves
algo así como un animal salvaje
pero tierno,
con esa lascivia
que dibuja tu boca
cuando tienes hambre,
te vuelves gigante
y me nombras,
y yo te digo
al oído
que voy a correrme contigo
hasta llegar al fin del mundo,
si es que eso existe
después de ti
-tú,
que lo único que tienes de final
es todo lo bonito
que viene después-,
y entonces
caigo rendida,
vencedora,
libre,
con el alma aun entre tus dedos,
desnuda,
palpitante,
viva,
en calma,
frágil,
repleta,
satisfecha,
completa,
sobre tu pecho,
y es entonces cuando entiendo
lo de soñar sin dormir.
Y me creo lluvia
y te duermo a besos.
Quién me iba a decir a mí
que ibas a llegar a mi corazón
entrando por la boca.
Conviertes las mil maneras
que existen de huir
en mil maneras de quedarse,
contigo.
Y dormir a tu lado
se convierte,
entonces,
en poesía.
Cualquiera diría al verte
que los catastrofistas fallaron:
no era el fin del mundo lo que venía,
eras tú.
Te veo venir por el pasillo
como quien camina dos centímetros por encima del aire
pensando que nadie le ve.
Entras en mi casa
-en mi vida-
con las cartas y el ombligo boca arriba,
con los brazos abiertos
como si esta noche
me ofrecieras barra libre de poesía en tu pecho,
con las manos tan llenas de tanto
que me haces sentir que es el mundo el que me toca
y no la chica más guapa del barrio.
Te sientas
y lo primero que haces es avisarme:
No llevo ropa interior
pero a mi piel le viste una armadura.
Te miro
y te contesto:
Me gustan tanto los hoy
como miedo me dan los mañana.
Y yo sonrío
y te beso la espalda
y te empaño los párpados
y tu escudo termina donde terminan las protecciones:
arrugado en el cubo de la basura.
Y tú sonríes
y descubres el hormigueo de mi espalda
y me dices que una vida sin valentía
es un infinito camino de vuelta,
y mi miedo se quita las bragas
y se lanza a bailar con todos los semáforos en rojo.
Beso
uno a uno
todos los segundos que te quedas en mi cama
para tener al reloj de nuestra parte;
hacemos de las despedidas
media vuelta al mundo
para que aunque tardemos
queramos volver;
entras y sales siendo cualquiera
pero por dentro eres la única;
te gusta mi libertad
y a mí me gusta sentirme libre a tu lado;
me gusta tu verdad
y a ti te gusta volverte cierta a mi lado.
Tienes el pelo más bonito del mundo
para colgarme de él hasta el invierno que viene;
gastas unos ojos que hablan mejor que tu boca
y una boca que me mira mejor que tus ojos;
guardas un despertar que alumbra las paredes
antes que la propia luz del sol;
posees una risa capaz de rescatar al país
y la mirada de los que saben soñar con los ojos abiertos.
Y de repente pasa,
sin esperarlo ha pasado.
No te has ido y ya te echo de menos,
te acabo de besar
y mi saliva se multiplica queriendo más,
cruzas la puerta
y ya me relamo los dedos para guardarte,
paseo por Madrid
y te quiero conmigo en cada esquina.
Si la palabra es acción
entonces ven a contarme el amor,
que quiero hacer contigo
todo lo que la poesía aún no ha escrito.
Quisiera huir ilesa del espejo
roto,
ser el pulso que descansa en la almohada
blanca,
llamarte sin miedo a que no lo cojas
nunca,
mirarme desde cerca y encontrarte
lejos.
Quisiera perder el miedo a este miedo
intacto,
sacar corazón y guardar bandera
al otro lado,
decir alto tu nombre y no encogerme
asustada,
pensarte como sueño y no una trampa
injusta.
Pero mis manos se abren y no hay nada:
sólo arena que se cae por mis dedos,
temor a no volver a ser quien era,
como el tiempo en los relojes,
como tus besos en este desierto
de sed.
Y con la valentía de un pájaro
herido
escojo quedarme y esperar:
me resisto porque tu hueco es un precipicio
y mis alas necesitan descanso.
Me dijiste que debía
olvidar todo lo que me habías hecho
para que esto pudiera funcionar.
Y lo hice, amor, lo hice,
y olvidé también y sin querer
tu manera de acariciarme,
tu facilidad de hacerme reír,
tu esmero al limpiarme,
el amor al cuidarme,
y te olvidé a ti entre un daño
y otro,
olvidé sin querer.
Esa pregunta que termina
con todo:
¿puedes seguir enamorada de alguien
que has dejado de querer?