II
La sangre, hierro convexo, pegajosa brasa
sin renuncias, mana y no cubre, fluye
y reclama vasos, céspedes hondos, cuellos
por donde el aire resuena
con cansancios de oboe
henchido con el cuerpo que le negó la aurora,
buscando el lecho estéril y la sombra baldía,
fingiendo la planicie,
la suave piel sin fechas,
forma de fruto y pecho
desnudo de latidos,
y el pedernal lo gime.
¡Oh cosechas vencidas, oh simientes
siempre más generosas que los ojos,
más ofrecidas a las chispas súbitas
que la lengua convulsa de mentiras,
volved, volved al suelo, y la amapola
cante en las primaveras de otros sueños,
otro rumor de latidos acordes,
un desvanecimiento de los labios ardidos,
mordidos, mientras gime
la serpiente en la pulpa
borrascosa, sumida
en su propio deseo,
abrasadoramente,
nunca saciada, nunca
consumada en el tacto,
perseguidora inmune
al sudor del estío,
mientras la sangre consta,
mientras vuelve, revuélvese, se disuelve y desciende
como liquen sin luces el sopor a los cuerpos,
manteniéndolos siempre sobre el duro equilibrio
de una luz prometida que nunca, nunca alcanzan,
y una sombra perenne que los ata y los ciega!