III
No es el azul ni distante-ni irónico,
ni en las puertas perplejas que entreabren
una posible llama donde el jazmín crepite
cuelgan los ramos tristes,
las pupilas, la fría
mueca por la que pierden su sollozo
quienes nunca lograron confundirse en la noche,
quienes nunca lograron que la niebla
tiñera los jardines del deseo
con otra luz que su rencor no hubiere,
mientras en las orillas, por la nube
primera, como frutos destronados
por la estrella rival y melancólica,
surten los barcos de enramadas velas,
la proa hacia los reinos de la llama,
inocente e inmune
al cierzo muerto, al austro
perseguidor de yeguas y leones,
de corzos con la lengua estremecida
por las hierbas recientes de rocío
junto a la nieve y el azul que ríen.
Porque se supo siempre
que nos habita el hálito
de un alma nunca nuestra,
víctimas de los límites
que las sombras imponen
al cuerpo y al deseo.
Porque siempre nos queda
una duda en racimos
de sed, una serpiente
de lava que si aflora
castigamos con dura
resolución de niebla,
siempre fingidos, nunca
con resplandor de carne
abrasadoramente
entregada a los vientos
que la muevan, fecunden
de pájaros y abejas,
la miel, el vuelo, el canto
por el azul extenso,
y nos llama la sombra,
no la llama, no el río
con su rumor frondoso,
su luz y su clemencia,
y el vano giro y la inventada roca
que rueda y vuelve a su lugar nativo
no los miramos como ser podrían,
concreciones de piel, sed y silencio
que como pulpa blanda entre los rígidos
y amenazantes dedos de la noche
promete siempre abrasadoramente
la nueva floración, la sangre virgen
negada por los ángeles
hipócritas que cubren
su torso con las capas
del rencor y la envidia,
nunca para dar paz, nunca para que el gozo
de la piel amanezca sobre aquellas mejillas
donde una vez pusimos la mirada y los labios,
tan ardorosamente, tan gozosos, tan ebrios
de un primer resplandor, de un desplegado
astro en sus luces sobre el mar dormido.