IV
¿De qué pútridas huellas
se yergue este perplejo
sinsabor de unos muros
para la luz cansancio,
para la sed derrota,
calumnia del rocío?
Desplegaba la tarde sus desdenes
en el ocre frenético, en el cisma
de un sol de labios húmedos,
de un hondo respirar que el sueño oprime,
y el invicto deseo
golpeaba los vidrios
de aquella luna, cima
de la desolación,
hierro concreto y linde
donde el pájaro abate
todo el candor de sus plumas hendidas,
el despliegue inconstante de la rica, la grácil
persecución de un pecho
donde anidan espejos,
simulacros de un vino
que hace vivir las algas,
las espumas rocosas
donde el beso se extingue
casi con claridad de esperanza o de culmen.
Pero el muro no basta
para torcer el curso
de las alas, los labios, las yemas, los cansancios
que fustiga la sangre y recorre el silencio
como una desplegada resplandeciente copa.
Beber y hundir los ojos, con las sienes
golpeadas por núbiles enloquecidos potros,
puentes hacia el extremo poniente sin rencores,
allí donde nos consta,
donde canta el deseo.