Todas las entradas por Ricardo Fernández

Aficionado a la ciencia ficción desde hace más de 40 años. Poeta ocasional y lector de poesía, novela negra, ensayo, divulgación científica, historia y ciencia ficción.

Combate imposible – Sara de Ibáñez

Con astuta cabeza de zafiro,
bloque de piedra fría y transparente,
inmóvil, la mandíbula sellada,
linda con la tiniebla el monstruo leve.

Mientras el polvo en que se duele el mundo
curva su flor, su lágrima troquela,
y entre los tersos cánticos del día
sordas espadas con su vuelo templa.

Ah, nunca, nunca, la terrible escama
su fuego amargo torcerá en la lucha,
ni se abrirá para tragar mi cuerpo
la boca acrisolada por la espuma.

Aquí jadeo hasta acabar la sangre
clavada en la canción mi lanza triste,
hasta que el fruto de su viejo vientre
lance al estrago la materna esfinge.

Invocación al lenguaje – Óscar Hahn

Con vos quería hablar, hijo de la grandísima.
Ya me tienes cansado
de tanta esquividad y apartamiento,
con tus significantes y tus significados
y tu látigo húmedo
para tiranizar mi pensamiento.
Ahora te quiero ver, hijo de la grandísima,
porque me marcho al tiro al país de los mudos
y de los sordos y de los sordomudos.
Allí van a arrancarme la lengua de cuajo:
y sus rojas raíces colgantes
serán expuestas adobadas en sal
al azote furibundo del sol.
Con vos quería hablar, hijo de la grandísima.

El olor de la mujer – Francisco de Asís Fernández

Hay mujeres que huelen a mujer,
que sueltan un olor animal cuando abren sus poros,
así como una flor asesina abre sus pétalos gigantes
en un mundo oscuro y lluvioso.

Hay mujeres que sueltan el olor a mujer,
así como sueltan el miedo en la oscuridad
o inventan pensamientos.

Las mujeres que huelen a mujer no son de fantasía:
son ángeles con enormes alas morenas o blancas o negras
que mueven sus alas y se convierten en criminales
de amantes enloquecidos que no tienen otro cielo a donde ir.

Como una aparición entre sombras
se le viene encima a uno el olor de la mujer,
como el latido secreto de la ciudad,
como los pasos de la mujer en unas zapatillas sin cordones.

Las mujeres que huelen a mujer
nunca te cierran la puerta en la cara como a un cobrador
y no te dejan viajar en el asiento trasero.

Son musas o poetas o pintoras que suben a los tejados
para desnudar mas su alma que su cuerpo,
para hacer danzas con ademanes e impulsos de dragonas
     irreconocibles.

El alma de esas mujeres tiene mas luces que Nueva York
y mas oscuridades que la noche,
y el Poeta necesita de ellas
como la vida necesita de muerte

El jugador – Carlos Marzal

Habitaba un infierno íntimo y clausurado,
sin por ello dar muestras de enojo o contrición.
En el club le envidiaban el temple de sus nervios
y el supuesto calor de una hermosa muchacha
cariñosa en exceso para ser su sobrina.
Nunca le vi aplaudir carambolas ajenas
ni prestar atención al halago del público.
No se le conocía un oficio habitual,
y a veces lo supuse viviendo en los billares,
como una pieza más imprescindible al juego.
Le oí decir hastiado un día a la muchacha:
Sufría en ocasiones, cuando el juego importaba.
Ahora no importa el juego. Tampoco el sufrimiento.
Pero siento nostalgia de mi antigua desdicha.
Al verlo recortado contra la oscuridad,
en mangas de camisa, sosteniendo su taco,
lo creí en ocasiones cifra de cualquier vida.
Hoy rechazo, por falsa, la clara asociación:
no siempre la existencia es noble como el juego,
y hay siempre jugadores más nobles que la vida.

Cae el sol – José Hierro

Perdóname. No volverá a ocurrir.
Ahora quisiera
meditar, recogerme, olvidar: ser
hoja de olvido y soledad.
Hubiera sido necesario el viento
que esparce las escamas del otoño
con rumor y color.
Hubiera sido necesario el viento.

Hablo con humildad,
con la desilusión, la gratitud
de quien vivió de la limosna de la vida.
Con la tristeza de quien busca
una pobre verdad en que apoyarse y descansar.
La limosna fue hermosa -seres, sueños, sucesos, amor-,
don gratuito, porque nada merecí.

¡Y la verdad! ¡Y la verdad!
Buscada a golpes, en los seres,
hiriéndolos e hiriéndome;
hurgada en las palabras;
cavada en lo profundo de los hechos
-mínimos, gigantescos, qué más da:
después de todo, nadie sabe
qué es lo pequeño y qué lo enorme;
grande puede llamarse a una cereza
( «hoy se caen solas las cerezas»,
me dijeron un día, y yo sé por qué fue ),
pequeño puede ser un monte,
el universo y el amor.

Se me había olvidado algo
que había sucedido.
Algo de lo que yo me arrepentía
o, tal vez, me jactaba.
Algo que debió ser de otra manera.
Algo que era importante
porque pertenecía a mi vida: era mi vida.
(Perdóname si considero importante mi vida:
es todo lo que tengo, lo que tuve;
hace ya mucho tiempo, yo la habría vivido
a oscuras, sin lengua, sin oídos, sin manos,
colgado en el vacío,
sin esperanza.)

Pero se me ha borrado
la historia (la nostalgia)
y no tengo proyectos
para mañana, ni siquiera creo
que exista ese mañana (la esperanza).
Ando por el presente
y no vivo el presente
(la plenitud en el dolor y la alegría).
Parezco un desterrado
que ha olvidado hasta el nombre de su patria,
su situación precisa, los caminos
que conducen a ella.
Perdóname que necesite
averiguar su sitio exacto.

Y cuando sepa dónde la perdí,
quiero ofrecerte mi destierro, lo que vale
tanto como la vida para mí, que es su sentido.
Y entonces, triste, pero firme,
perdóname, te ofreceré una vida
ya sin demonio ni alucinaciones.

Descanso – Gabriel Celaya

Con ternura, con paz, con inocencia,
con una blanda tristeza o el cansancio
que viene a ser un perro fiel que acariciamos,
estoy sentado en mi sillón y soy feliz,
y soy feliz
porque no siento la necesidad de pensar algo preciso.

Con una fatiga que no es un desengaño,
con un gozo que no alienta esperanzas,
estoy en mi sillón, y estoy
en algo que quizás sólo es amor.

Sé que floto
y nada me parece sin embargo indiferente;
sé que nada me alegra ni me duele
y que sin embargo todo me enternece;
sé que eso es el amor,
o que quizá solamente es un dulce cansancio;
sé que soy feliz
porque no siento la necesidad de pensar algo preciso.

Canción para ese día – Jaime Gil de Biedma

He aquí que viene el tiempo de soltar palomas
en mitad de las plazas con estatua.
Van a dar nuestra hora. De un momento
a otro, sonarán campanas.

Mirad los tiernos nudos de los árboles
exhalarse visibles en la luz
recién inaugurada. Cintas leves
de nube en nube cuelgan. Y guirnaldas

sobre el pecho del cielo, palpitando,
son como el aire de la voz. Palabras
van a decirse ya. Oíd. Se escucha
rumor de pasos y batir de alas.