Que tu cuerpo sea siempre
un amado espacio de revelaciones
para que no sea
el espejo donde se reflejan
las amantes que fueron
los cuerpos amados un día
y olvidados después
un amado espacio de revelaciones
y no de repeticiones.
Archivo de la categoría: Premio Cervantes
[En este armario un corsario]- Álvaro Pombo
En este armario un corsario
guarda sus zapatillas de diario
¿Y en este otro, qué?
Las niñucas en este otro
guardan trajecitos de piqué.
Otros poemas
2.11. – Álvaro Pombo
Pavimento solar pavesa impávida
pábilo de la lluvia o Dios
raquero de este barrio.
Seguro que es lo mismo.
Alcancía gigante de los años
que no por ilegible es el sol menos.
Y ceniza que vuelas y polvo de los trigos.
Hacia una constitución poética del año en curso (1980)
Trigesimoctava variación – Álvaro Pombo
El alba es un laúd lejano
El cielo es una gaviota imaginada
E imaginado es todo hasta el olvido
No hay más acá que sirva de paréntesis
Ni más allá que sirva de horizonte
Imaginado es todo hasta la muerte
E imaginé tu amor que no existía
E imaginé que imaginé tu amor que no existía
E imaginé que imaginé que imaginé tu amor que no existía
El olvido y la muerte fueron reales sin embargo
Variaciones (1977)
5436 – Álvaro Pombo
Fingí abrir la cancela
Y se abrió la cancela
El parque dibujado al fondo
Se ve la fuente apoyada en el crepúsculo
Hundidas las mejillas
Desdentada y postiza
Carne desmoronada en el confuso
Reino
Del invierno desunido
Esmeralda voluble
De tus labios abandonados
Me equivoqué hice trampa
Los dioses se ríen de los viejos
He muerto civilmente
Protocolos (1973)
Un principio de nieve… – Álvaro Pombo
Un principio de nieve
al final de la tarde
es la nieve del todo
que ha venido a buscarte
La lana de tu gorro
acaricio al mirarte
Vienes y no has venido
Llegas sin avisarme
Entrelazo tus dedos
que abrigaban los guantes
Recuerdo los paseos
que nunca dimos antes
los que nunca daremos
El viento atravesado
arrebata el romance
Ah la estufa encendida
Laurel cabeceante
Todo sucede ahora
Y no ha venido nadie
Los enunciados protocolarios (2009)
El reloj y la muerte – Francisco Brines
Lento voy con la tarde
meditando un recuerdo
de mi vida, ya sólo
y para siempre mío.
Y en el ciprés, que es muerte,
reclino el cuerpo, miro
la superficie blanca
de los muros, y sueño.
El sol da en la varilla
de hierro, y una sombra
señala en la pared,
lentamente la mueve.
Cierro los ojos. Llega
la brisa, gira las hojas,
roza mis sienes. Abro
nuevamente los ojos.
En la pared anida
la tarde oscura. Nada
visible late, rueda.
Callan el mar y el campo.
Muy despacio se mueve
el corazón, señala
las horas de la noche.
Lucen altas estrellas.
Vive por él un muerto
que ya no tiene rostro;
bajo la tierra yace,
como el vivo, esperando.
Oda a Belmonte – Gerardo Diego
¿Qué dice o cuenta o canta
al relance solemne de la noche
el ancho río en cláusulas de espumas?
¿Qué nuevos peces mágicos levanta,
voltea, tuerce al sesgo
en diagonal regata y desvarío?
La luna, el campo, el río.
¿Voces? Silencio. El aire en los juncares.
No es nada. Nadie. ¿Bultos? Algo brilla
por la crujiente orilla,
pisa, tantea. Luces de alamares
—plata fluvial— escurren
los resbalados peces en cuadrilla,
mitologías, cielos de arrabales.
Constelados, desnudos,
se filtran, pierden entre los jarales.
Relumbra el río ya lisos escudos
y la luna mirándose se peina
en larga, larga pausa, perezosa,
con su mano estrellada de virreina.
Mas ¿quién de nuevo tañe
el trémulo secreto
de tu guitarra, oh Betis, bien templada?
La rítmica de un polo
se apaga y surte, fresca ya y precisa;
y —delfín o prodigio— el agua irisa
a alterno brazo un bulto escaso y solo.
Ya retumba y resuena
la hueca palma y el vivaz jaleo,
cuando de pronto surge el centelleo
de un dios chaval pisando en el arena.
Sólo el ojo augural de la lechuza
pudo copiar en su redondo azogue,
del Ulises adánico que cruza
la furtiva evasión entre las cañas,
sin que nadie, ni el viento, la interrogue.
Allá va el robinsón de las Españas,
raptor de ninfas, vengador de Europas,
sin mis armas ni ropas
que un leve hatillo, incólume del río.
Allá va solo. Tarde llegó adrede
a la cita del barrio y la cuadrilla.
Sentirse solo en el herbal bravio
de la marisma, leguas de Sevilla,
qué negra suerte, ay Espartero mío.
Lejos, cerca, reposan,
al selenio fulgor bien modeladas,
las moles prietas, grávidas, lustradas
que continencia y que vigor rebosan.
Son los toros tremendos,
negros de pena, cárdenos, berrendos.
Y asaltando la cerca,
al más cierto, concreto y dibujado,
tremolando un jirón ensangrentado,
el mozuelo se acerca.
Despierta, escucha, mira, se incorpora,
crece el toro solemne,
y alarga la testuz aterradora,
coronada e indemne.
Enfrente el diosecillo
desnudo, inerme, solo: un torerillo.
Y la fiera se extiende y se agiganta,
y de fe ciego, la quijada hundida
y con inmóvil planta
—qué ritmo de liturgia no aprendida—
el doncel le adelanta
el brazo y le bendice la salida.
La arrebolada en sus rubores luna
se asoma, presidenta, a su baranda.
Un toro y Juan Belmonte.
Y otro testigo, acaso y de fortuna,
porque a gozar la pugna heroica y terca
el bético horizonte
sus barreras acerca.
Pasa el toro en tropel y terremoto.
Y la vida se centra
en cada lance y ahíncase y se adentra
y silba el aire desgarrado y roto
y olvida el tiempo su onda cosmogónica
y se cuaja y se embota, espeso, ciego,
en cada ensimismada, honda verónica.
Escultor de sí mismo, el tiempo pudo
alzarse, bloque, y suspenderse, nudo.
La faena concluye
y el agua otra vez fluye
y el horizonte, lánguido, se aleja
y se aduerme la luna, suspirando,
tras de bien clausurar cancela y reja.
(Triana, sin saber por qué, llorando.)
Y el nuevo endimión sueña,
y su sueño sin tacha es profecía.
No ya la luna, el sol rige y porfía
—en el mástil ondea, alta, la enseña—
partiendo en dos la bien colmada plaza.
La muchedumbre apiña su amenaza.
Un toro campa en la mitad del ruedo.
Y con claro denuedo
pisa un héroe seguro,
héroe, sí, sin heráldica y sin saña,
héroe nuevo de España,
limpio el relieve de su gesto puro.
En la diestra, la espada;
la bandera en la zurda desplegada.
El emplazado bruto pasa y pasa.
Ancho, largo, profundo,
el héroe se acompasa
y se jalea, y en su orgullo preso,
cruel como un dios, disuelve, borra el mundo.
No, no existe ya eso.
Ni la redonda plaza,
ni la gloria que cálida le abraza
desde el tendido, ni -la luz sonora
ni el rumbo ni la hora.
No existen más que un toro y un torero,
estimulando en planetaria masa
la lenta rotación de la faena.
Y el toro pasa y vuelve y no rebasa
la linde que le aprieta y le encadena.
Esa redonda conjunción que acaso
no repita ya el cosmos, tiene nombre:
el pase natural en cielo raso.
Y ese trágico, estrecho
eclipse, pase de pecho,
y ese corvo cometa, molinete,
y ese rayo, estocada.
Tinta la mano en sangre. Y de la nada
por volver a su ser cada ser puja.
Colérica la plaza se dibuja
y millares de palmas baten palmas
y las gargantas crecen
y se hinchan y enfierecen
las sílabas del nombre de Belmonte.
Sueño, sí, fue del mozo
y ahora de nuevo nos parece sueño.
Pero entre un sueño y otro fue alborozo
mil veces y evidencia
de nuestra fe rayana en la demencia.
Venid acá, oh incrédulos,
vedle cómo se afianza
sobre el talón izquierdo bien posado;
la acordada muñeca templa y tañe
a la lira que avanza
y humilla y tuerce y cruje y se comprime.
Mientras la mano diestra la esperanza
del claro acero esgrime.
Así nos le recorta y fija esquivo
—trampa viva de luz— el objetivo.
Y aún mejor nos lo enrolla la madeja
de celuloide, el pacto del Diablo
que le soborna a Cronos su pelleja.
Mas no penséis, la estampa en vuestra mano,
o la pantalla enfrente, luminosa,
tardíos jueces de la noble lidia,
que esa actitud viril alzara en vano
su altivo pedestal sobre la envidia.
Arduo es ser gran torero.
Pero vencer la enorme pesadumbre,
tarde tras tarde, de la gloria cara,
sólo le es dado al hombre verdadero,
al hombre más que héroe, a la más rara
fatalidad de cumbre.
Súbita nube cierne
su sórdido rencor sobre el hastío
del violento gentío,
eléctrico y compacto.
El bochorno se espesa y se hace tacto,
y su horrenda membrana
estremece a su impúdico contacto
las diez mil frentes de la bestia humana.
Negro se torna todo ya y siniestro,
negras las almas y hasta el cielo opaco
se hurta con cobardía de cabestro
a coronar la plaza. Abajo el diestro
se encadena a la roca de un morlaco
—soledad de titán—. Qué rompeolas
de espumas verdes, de amarillas furias.
Cómo le azotan bífidas injurias
de rojas fauces y erizadas golas.
Y en un instante elástico y heroico
rompe sus eslabones de ludibrio,
y en un pasmo de arrojo y equilibrio
coagula, calma, amansa al paranoico,
jugándoselo todo, al todo o nada,
en el sublime albur de la estocada.
Rasgó el pitón la esquiva chaquetilla
y —pendular trofeo—
un cairel de oro, hilo de seda, brilla.
Mas la espada cavó su sepultura
deslizándose fúlgida hasta el pomo
y un mar de sangre surte y empurpura
la abovedada redondez del domo.
Ya las columnas su estupor pasean,
ceden, se bambolean.
«Dejadle», grita el gesto de la mano,
bermeja, alzada en mudo señorío,
«dejadle», el vientre ufano
combado en desafío.
Dejadle desplomarse. Que sucumba
solo, como un coloso.
Y el soberbio,- en su foso,
a su propia grandeza se derrumba.
Al serenado cielo
remonta cegadora polvareda,
nubes, nubes de escombros.
Es la ovación, el triunfo, la humareda.
La turbia plebe se despeña y rueda
y mece al domador sobre sus hombros.
Yo canto al varón pleno,
al triunfador del mundo y de sí mismo
que al borde —un día y otro— del abismo
supo asomarse impávido y sereno.
Canto sus cicatrices
y el rubricar del caracol centauro
humillando a rejones las cervices
de la hidra de Tauro.
Canto la madurez acrisolada
del fundador del hierro y del cortijo.
Canto un nombre, una gloria y una espada
y la heredad de un hijo.
Yo canto a Juan Belmonte y sus corceles
galopando con toros andaluces
hacia los olivares quietos, fieles,
y —plata de las tardes de laureles—
canto un traje —bucólico— de luces.
El mundo sigue siendo una creación abierta – Luis Rosales
A Pablo Picasso
en su nonagésimo aniversario.
De pronto todo es cierto entre lo oscuro;
la carne se habilita hacia el martirio,
y hay un caballo convertido en lirio
como hay un grito convertido en muro,
y manos suplicantes que se juntan
y se van agrandando, manos muertas
que se están entreabriendo como puertas
y preguntan, preguntan y preguntan;
y hay playas en que el mar sigue naciendo,
la montaña-mujer levitativa
con la maternidad en carne viva
y el vientre que se va descoloriendo.
Como un toro nupcial en tu pintura
hay guirnaldas de sexos ululantes,
y cópulas mortales y fragantes
y cuerpos de espasmódica dulzura.
Cuanto tuvo calor en ti persiste
como se forma el nudo en la madera
y un tambor puede ser la primavera
de ese arlequín ensimismado y triste.
Como una lluvia ensangrentada has sido
la cuerda quieta en la guitarra loca
que suena y es tu ausencia quien la toca,
quien le da su violencia y su sentido.
Tú eres esa mirada desasida
donde el ojo al mirar se hace postema,
mirada testadora y destruida
donde todo es real porque nos quema.
Tú eres esa oleada que nos baña
de sangre principiante, esa juntura
de asombro y luz, esa progenitura
de fracaso creador que aún tiene España,
Tú no buscas, encuentras, y en tu encuentro
se convocan los muertos a asamblea,
y el mundo se destruye y se recrea:
ya nunca más recobrará su centro.
Pintas la luz de agosto entre las redes,
y la barca sonámbula y desierta,
y ese toro que va de puerta en puerta
señalando con sangre las paredes,
y el caballejo ardiendo en el aduar,
el bosque que al desierto se adelanta
vivo como la sed en la garganta
y anterior a sí mismo como el mar.
la manzana y su lenta obstinación
de pecado mortal sobre la mesa,
el periódico en gris, la lepra impresa,
y el naipe convertido en corazón,
la ahogada voz del África que aún paga
su cadena perpetua y su niñez,
su terrible inocencia que tal vez
el mundo entero ha convertido en llaga.
Pintas con plomo derretido y cera
cayendo sobre el ojo adormecido,
sobre el ojo sin luz que ha preferido
la quemazón total a la ceguera.
y le has devuelto al mundo esa gozosa
analogía que fue su faz primera:
la prisa convertida en calavera,
la calavera convertida en rosa.
¡Tú nunca morirás!, en tu conciencia
para siempre jamás se configura
el gozo de vivir, la vividura
de un niño con mil años de inocencia.
La Creación sigue abierta paso a paso
y tiene en ti un trasplante de alegría,
la mano eres de Dios, Pablo Picasso,
que hace el mundo de nuevo cada día.
Muerte a lo lejos – Jorge Guillén
je souteno/s l’éclat de la mort toute puré
VALÉRY.
Alguna vez me angustia una certeza,
Y ante mí se estremece mi futuro.
Acechándole está de pronto un muro
Del arrabal final en que tropieza
La luz del campo. ¿Mas habrá tristeza
Si la desnuda el sol? No. no hay apuro
Todavía. Lo urgente es el maduro
Fruto. La mano ya le descorteza.
...Y un día entre los días el más triste
Será. Tenderse deberá la mano
Sin afán. Y acatando el inminente
Poder diré sin lágrimas: embiste,
Justa fatalidad. El muro cano
Va a imponerme su ley, no su accidente.